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De Lucía Miranda a Dorotea Bazán, la historia de las cautivas y un feminismo antes de los feminismos

Los relatos de las mujeres capturadas por los pueblos originarios durante la era de la conquista y la colonización están llenos de sorpresas, ya que muchas de ellas decidieron estar del lado de “la barbarie” y no volver a “la civilización”

Carlos Polimeni, NA

Los tiempos de la primera grieta de la historia argentina, aquellos que marcaron una división que reconocemos en el engañoso concepto de civilización versus barbarie, tuvieron en “las cautivas” un grupo de protagonistas que bien podrían ocupar un lugar central en la historia de los feminismos.

Las cautivas, convertidas en mito por la literatura en todas sus expresiones, las canciones, las artes plásticas, el imaginario colectivo, fueron un conjunto de mujeres sin relación entre sí, pero con un destino en común: haber sido “robadas” a la civilización blanca por los pueblos originarios que luchaban contra la invasión de sus tierras.

El asunto central de este derivado de la cultura de las guerras (allá lejos y hace tiempo La Guerra de Troya que narran La Illíada y La Odisea, de Homero, comenzó con el rapto de Helena) es que un grupo importante de “las cautivas” decidió no volver a la “civilización” y permanecer en “la barbarie”, con lo cual sus historias también tienen valores metafóricos.

Historias como estas, que en general no forman parte de la “historia oficial”, ocurrieron a lo largo de todo el continente durante varios siglos, pero en la Argentina adquirieron relevancia a partir del XIX, cuando la literatura tomó algunos casos para narrar sus aspiraciones de superación de un pasado muy difícil de olvidar, cuyos ecos siguen latiendo en la realidad del 2022.

En el famoso disco Mujeres argentinas, una obra conceptual de 1969 de Ariel Ramírez y Félix Luna, cantada por Mercedes Sosa, al lado de piezas inolvidables basadas en personajes reales, como “Alfonsina y el mar” y “Juana Azurduy”, se destaca la belleza de la canción “Dorotea, la cautiva”, que narra la historia de una mujer blanca enamorada de un cacique ranquel.

“Yo no soy huinca, india soy, por amor, Capitán”, le dice la protagonista al oficial del Ejército Argentino que en medio de la llamada primera Campaña del Desierto cree haberla rescatada de un destino cruel, en una historia que Luna tomó de una obra canónica del siglo XIX, Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, aunque cambiando el nombre de la protagonista.

En la canción, Luna le hace decir al a Dorotea “rescatada” por la civilización: “Yo me hice india y ahora estoy/Mas cautiva que ayer/ Quiero quedarme en el dolor/De mi gente ranquel. Me falta el aire pampa y el olor/ De los ranqueles campo adentro/El cobre oscuro de la piel de mi señor/ En ese imperio de gramilla/Cuero y sol/ Quiero quedarme en el dolor/De mi gente ranquel”.

El nombre real de la cautiva a la que Mansilla dedica su atención es Fermina Zárate, una mujer oriunda de la Villa La Carlota, Córdoba, que después de haber sido tomada prisionera en su juventud y de haber tenido tres hijos con el cacique Ramón, que incluso le había ofrecido que regresara con los suyos cuando quisiera, se negaba a permanecer del lado de “la civilización”.

Durante los siglos de la conquista y colonización de los territorios de los pueblos originarios, era común que los “prisioneros de guerra” varones fuesen obligados a trabajar para sus captores a la espera de ser usados en algún intercambio o tratado de paz, mientras en general las mujeres formaban parejas, tenían hijos y eran integradas a las familias y tribus, produciéndose muchas veces una adaptación definitiva.

Mansilla, que logra entrevistarse en persona con Fermina, que hoy tiene una calle que la homenajea en La Carlota, sostiene en su libro que no entiende su postura de amor por un hombre que la ha robado y sugiere a sus lectores que esos hijos son fruto de la violación de sus derechos, pero la letra de Luna parece explicar que para ella el cautiverio era volver a la cultura blanca.

La primera gran obra poética de la historia de la literatura argentina es, de hecho La Cautiva, de Esteban Echeverría, un largo poema épico, muy inspirado en el romanticismo francés, que relata el rapto de un soldado inglés, Brian, y su esposa, María, por parte de una orda sanguinaria de bárbaros de las salvajes pampas que los unitarios querían domesticar.

Lucía Miranda, «la gran cautiva nacional»

Pero mucho antes de Echeverría, a comienzos del siglo XVII, el cronista español Ruy Díaz de Guzmán, en un manuscrito que luego sería bautizado La Argentina, cuenta la fuerte historia de una mujer llamada Lucía Miranda, qué para el ex director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, fue “la gran cautiva nacional”, aunque sus pares fueron centenares.

Lucía, que era esposa de un capitán español llamado Sebastián Heredia, parte de la expedición de Sebastián Gaboto, fue capturada en el actual territorio de la provincia de Santa Fe por un enamorado cacique de los indios timbúes, llamado Mangoré, que luego murió en combate, por lo que todo lo que le pertenecía, incluida la mujer, fue a parar a manos de su hermano Siripo,

Según esta historia, años después el capitán Heredia fue tomado prisionero de Siripo, Lucía logró que no lo degollaran, como estaba claro que ocurriría, y luego se las arregló para mantener encuentros clandestinos con él, hasta que, al ser descubiertos, o delatados, ambos fueron ejecutados, él con flechas, ella en una hoguera.

En 1892, el pintor Ángel De La Valle produce la que sería considerada luego como la primera obra maestra del arte argentino, La vuelta del malón, pintada con el expreso propósito de su envío a la exposición universal con que se celebraría en Chicago el cuarto centenario de la llegada de Colón a América, actualmente en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Tomando como base los apuntes del pintor Daniel Santoro, en su libro La Argentina manuscrita. La cautiva en la conciencia nacional, publicado en 2018, González afirma que hay posibilidades diversas de evaluación del sentido de la obra, en general tomada como una denuncia del horror de los malones, en la continuidad de la línea que trazó el luego presidente Domingo Faustino Sarmiento en su excepcional Civilización y barbarie.

“El indio es una figura robusta y sensual, que contrasta con el cuerpo exangüe de la raptada”, destaca González. “Sobre los laterales del equino, confundida, por el color mate, cuelga la cabeza cortada del marido, mientras otro indio lleva un maletín (…) y los otros integrantes del malón revolean como boleadoras el incensario, en tanto la cruz de la iglesia también asolada se transmuta en lanza indígena”.

“Todo aquí resulta reversible”, analiza el sociólogo y ensayista, uno de los grandes pensadores del peronismo. “Los símbolos permanecen iguales, pero degollados o puestos cabeza abajo. No son dos culturas enfrentadas en su diferencia, son los mismos símbolos interpretados por dos culturas que ignoran sus similitudes”.

Las cautivas en otras grandes de la literatura argentina

En la obra cumbre de la literatura gauchesca, el Martín Fierro, de José Hernández, el protagonista encuentra una cautiva acusada de brujería por las mujeres indias y salva su vida, junto a la del sargento Cruz, porque el cacique Pampa los usará para el intercambio de prisioneros después de un inminente malón.

En uno de sus momentos de mayor acción, Hernández, que también era un político de fuste, versifica un combate a muerte entre un indio y Fierro, con una cautiva como testigo: “Aquel duelo en el desierto/nunca jamás se me olvida. Iba jugando la vida/con tan terrible enemigo/teniendo allí de testigo/una mujer afligida”.

El tema también motivó mucho a Jorge Luis Borges, que en 1949 publicó un texto muy llamativo, que narra unos hechos con una cautiva inglesa que habrían acontecido en 1872, cuando su abuelo militar era Jefe “de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe” y tenía su comandancia en Junín, a unas cuatro o cinco leguas de “la cadena de fortines”, que separaba un mundo de otro.

“Alguna vez, entre maravillada y burlona, mi abuela comentó su destino de inglesa desterrada a ese fin del mundo; le dijeron que no era la única y le señalaron, meses después, una muchacha india que atravesaba lentamente la plaza”, narró Borges en una crónica destinada a oficiar de cuento moral. “Vestía dos mantas coloradas e iba descalza; sus crenchas eran rubias”.

“Un soldado le dijo que otra inglesa quería hablar con ella”, sigue el relato. “La mujer asintió; entró en la comandancia sin temor, pero no sin recelo. En la cobriza cara, pintarrajeada de colores feroces, los ojos eran de ese azul desganado que los ingleses llaman gris. El cuerpo era ligero, como de cierva; las manos, fuertes y huesudas. Venía del desierto, de tierra adentro y todo parecía quedarle chico: las puertas, las paredes, los muebles”.

“Mi abuela enunció alguna pregunta; la otra le respondió con dificultad, buscando las palabras y repitiéndolas, como asombrada de un antiguo sabor”, continúa. “Haría quince años que no hablaba el idioma natal y no le era fácil recuperarlo. Dijo que era de Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los había perdido en un malón, que la habían llevado los indios y que ahora era mujer de un capitanejo, a quien ya había dado dos hijos y que era muy valiente”.

“Movida por la lástima y el escándalo, mi abuela la exhortó a no volver. Juró ampararla, juró rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era feliz y volvió, esa noche, al desierto. Francisco Borges moriría poco después, en la revolución del 74; quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino…”.

En el epílogo de su libro, González subraya que su empeño por ahondar en el universo de las cautivas debe entenderse en relación con un tiempo en que “resurge un feminismo renovado por la urgencia de temas heredados y por la denuncia de injusticias que van más allá de lo imaginado, en el país y en el mundo”.

El año pasado, al estrenar su obra teatral Las Cautivas, una libre adaptación de Echeverría, el autor Mariano Tenconi Blanco escribió: “Si Argentina fue un país fundado por libros, si sus primeros mandatarios eran, a su vez, escritores, si la clase política expresaba sus ideas a través de la literatura, si el origen nacional es inseparable de la escritura: ¿por qué la historia tendría más valor que la literatura en la creación de eso que solemos llamar Argentina?”.

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