Entre partido y partido, lamentos, gritos, insultos y puñetazos a donde sea, un Mundial siempre deja algún margen para abstraerse de a ratos de lo estrictamente futbolístico y profundizar en el conocimiento de culturas ajenas. Y si bien suele decirse que la Argentina, y más aún Rosario, es un crisol de razas desde su génesis migratoria, es común caer en confusiones acerca de orígenes y nacionalidades. Ya me está pasando a mí, a quien acertadamente en el barrio señalan como «el ruso», aunque desde que me radiqué en este país, cada día que pasa crece mi sospecha -y temor- de estar mimetizándome con los argentinos, con todo el riesgo que ello implica.
Decíamos, entonces, que aquí -por caso- suele decírsele «turco» a cualquiera, sea o no nativo o heredero de la república euroasiática. De hecho, al que manda en este diario le dicen Turco, pero su apellido remite sin dudar al colectivo armenio -vaya contradicción- y por si fuera poco, a la hora de querer sacarle una moneda es inhallable y cualquier malintencionado lo apodaría en base a la mítica tradición hebrea (en lo personal -vale el ejemplo-, sigo sin tener noticias de alguna remuneración por estas colaboraciones).
Pero vayamos a la anécdota de fondo. Fue el miércoles, en medio del vibrante choque en el que los coreanos, ya sin nada que perder ni ganar, mandaron a Alemania de vuelta a casa. De más está decir que, para mi gusto, ver de nuevo a los teutones mordiendo el polvo de la derrota en Rusia me llenó de satisfacción, y por eso apenas acabó el partido corrí al mercadito oriental de la esquina, en busca de un vodka para celebrar. Y allí me encontré con el inescrutable Ming, dueño del local, eufórico como nunca se lo viera, festejando el triunfo de los suyos, con lo que se reveló claramente como oriundo de Corea del Sur y no de China, como todo el vecindario lo asume y lo seguirá haciendo.
Le hice un guiño cómplice, con el puño en alto, para compartir su algarabía por el 2-0 a los germanos, y grande fue mi sorpresa cuando el chino (perdón, coreano), a quien jamás se le escuchó balbucear una frase en algo que se le parezca a un castellano básico, resumió con todas las letras: «Les rompimos el orto».