A los 15 años Dardo Avellaneda ya sabía que lo que quería hacer de su vida. Quería volar. Había viajado por primera vez con su papá y hermano en un avión chico que los llevó hasta Alvear, a 10 kilómetros de Rosario. El perfil que el río Paraná recortó a la ciudad le quedó en su cabeza, pero al bajar a tierra sabía que era casi imposible convertirse en piloto. La hora de vuelo costaba 100 dólares, necesitaba unas 500 para volverse piloto y la hiperinflación apretaba a su familia en el barrio Belgrano. Tres años más tarde, cuando estaba por terminar la secundaria, un amigo lo llamó para avisarle que en la tele anunciaron que la Fuerza Aérea buscaba controladores aéreos. Avellaneda no dudó. Entró a la carrera militar y completó el curso para ayudar a que los 120 aviones que pasan cada día por el cielo de Rosario a despegar, aterrizar y no chocar mientras vuelan.
Rutas
Avellaneda entró a trabajar al aeropuerto Islas Malvinas de Rosario con otros cuatro controladores. Al año quedaron tres en la torre. Los que no soportaron la presión habían sacado los mejores puntajes en la escuela de controladores de Ezeiza, la única del país. “No hay parámetro o prueba que te dé seguridad. Algunas personas no resultan”, opina mientras charla con El Ciudadano. En la escuela les habían enseñado las normas y protocolos aeronáuticos, la geografía, la cartografía y la ciencia meteorológica. Estuvieron meses haciendo simulaciones, como los pilotos, y practicaron situaciones límites, donde los caminos pueden superponerse. Ganaron la licencia de controlador y pudieron elegir trabajar en el país o en el exterior. Si consiguieron trabajo necesitaron un período de adaptación para ponerse a tono con cómo se trabaja en cada terminal, un proceso que lleva meses antes de quedar a cargo del tráfico aéreo.
Rosario no está radarizada. Las torres de control no son como en las películas. Los controladores no le tiran el humo de los cigarrillos a unas pantallas verdes con puntos de las que salen los “bip-bip”. En cambio, hay una mesa con un micrófono y computadoras para hablar con cada piloto de avión que entra en la zona, que en el caso de Rosario es 60 kilómetros alrededor del aeropuerto. Cada nave, grande o chica, cumple y reporta una ruta diseñada antes de despegar a cada torre a la que se acerca. Muchas ya tienen nombres propios. El avión sólo cambia la trayectoria si desde la torre lo piden.
Quienes están en el control son los ojos del piloto en el aire y coordinan que cada uno llegue a destino sin molestarse. Si bien hay más de un operario por turno (cada uno de ocho horas), sólo uno habla con cada nave para confirmar o cambiar la trayectoria. Los demás coordinan con las otras estaciones de Argentina cuándo llegarán los aviones a su espacio, chequean el clima y esperan órdenes. Las comunicaciones entre la torre y naves son cortas y siguen un protocolo. Hay que dejar la línea libre por si algún piloto tiene una emergencia.
Para el jefe de control del aeropuerto Malvinas lo más difícil y excitante del trabajo es el imprevisto: un motor que falla o un mal cálculo de combustible de un piloto que rompe la rutina de los vuelos comerciales. También puede ser un avión de aficionados deportistas, un fumigador rural o uno que traslada a enfermos de urgencia o médicos en camino a un trasplante. En la terminal que está entre Rosario y Funes conocen de primera mano cómo creció la cantidad de donantes de órganos en los últimos dos años. Es habitual que una noche tranquila del cielo rosarino sea interrumpida por cuatro o cinco aviones no programados que intentan aterrizar a la vez sin perder un minuto. Los vuelos sanitarios son prioridad.
“Tenemos turnos que son más y menos cansadores. No hay un horario caliente. Te puede tocar o no. El clima influye mucho. No es sólo las naves que coinciden”, explica Avellaneda. A veces incluso un sólo avión que no responde a los llamados del controlador puede poner en aprieto a la torre. Casi el 100 por ciento de los casos es porque el equipo de comunicaciones no le funciona. Igual, y por reglamentación, los controladores le reservan el camino acordado en la última comunicación y cambian la posición del resto de los aviones en el cielo. Nadie arriesga en la torre. Saben que comparten la responsabilidad por la vida de cientos de personas que viajan adentro de toneladas de metal a más de 200 kilómetros por hora. Y lo cierto es que muy pocos aviones tienen un radar interno para evitar choques en el cielo. Aún con este aparato, llamado Tikas (sigla en inglés del sistema de alerta de tráfico y evasión de colisión), el margen de maniobra en el aire es mínimo. “La responsabilidad de un piloto es su avión y los tripulantes. La nuestra es de todos los pilotos y aviones que pasan por el cielo de Rosario. La carga se multiplica”, explica Avellaneda a El Ciudadano.
Inestable
El peligro más frecuente que desactivan los controladores aéreos viene con la lluvia y el viento. Cuando detectan una tormenta o una nube cargada de agua congelada le cambian la trayectoria a los aviones que van hacia ella. Les dicen las “Charlie Bravo” y en la torre las comparan con paredes de hielo que hay que pasarlas por arriba o por el costado. Nunca por abajo porque las corrientes de aire harían que el avión deje de funcionar en pleno vuelo. Con décadas de experiencia, Avellaneda confiesa que el trabajo hoy es más difícil que antes cuando las épocas de lluvia eran más marcadas. Hoy en cualquier mes una tormenta puede poner en peligro a los aviones en menos de 20 minutos. “En los últimos años aumentó la actividad de toda la terminal. Nuestro compromiso es con la seguridad y después con ayudar a que los vuelos estén a tiempo”, agrega el jefe de operadores de Rosario.
Los controles aéreos nacieron cuando el cielo empezó a ser una forma de viajar. El quiebre fue la segunda guerra mundial, donde el salto tecnológico elevó a lo posible que pasajeros y carga dejaran el barco y los colectivos. El futuro de los controladores es dejar la comunicación radiotelefónica y mandar las indicaciones directamente a las pantallas de los pilotos en letras y números escritos por computadora. Entienden que será más ágil y les dejará liberado la radio para resolver sólo las emergencias, algo que ya se usa en otros países.
Después de 27 años en la torre del Malvinas, Avellaneda no está agotado ni piensa en jubilarse. Usa dos teléfonos celulares: uno personal y otro de trabajo. A menos que esté de vacaciones no apaga ninguno. Está pendiente a las guardias y organiza las capacitaciones mensuales de los operarios. Pudo cumplir el sueño de ser piloto, pero paga las cuentas como empleado de la Administración Nacional de Aviación Civil Argentina (Anac), la agencia que le quitó la gestión de los cielos a las fuerzas armadas en 2009.
Por momentos Avellaneda extraña sentarse frente al micrófono del control y ayudar a un piloto volar o aterrizar. En el pasillo de la torre que a mitad de año estaba en obras confiesa: “Te hace sentir terriblemente útil”.
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