Por lo mismo que se ríe se llora parecía sentenciar Armando Discépolo a partir de su Trilogía del Grotesco Criollo en las primeras décadas del siglo pasado. Algo del clima de esa tragedia crepuscular, llena de vacíos e incertidumbre, se filtraba a finales de los años 90 cuando el dramaturgo y director porteño Federico León estrenaba Cachetazo de campo, una obra que desafiaba la tradición dramática de aquellos años en medio de un mar de lágrimas, porque su texto, surgido en gran medida del trabajo con los actores, parecía imposible de ser revisitado.
Sin embrago, buscando una vuelta a aquel texto y situación original, un material surgido de una investigación acerca del llanto, la actriz y directora local Romina Bozzini estrenó lo que podría entenderse como una versión opuesta en relación con el original, en la que una madre y su hija, refugiadas en el campo y corridas de tiempo y espacio, se escapan de algo (de todo, de lo vivido), frente a un hombre que observa e impone algunas reglas mientras ellas no pueden llorar, quizás porque ya sea demasiado tarde para lágrimas.
Nélida, la madre, deja todo y se lleva a Sandra, la hija, con lo puesto, a vivir al campo. Borrando algunos límites vinculares previos, un hombre (el hombre, lo masculino), rompe con las lógicas de ese vínculo madre-hija, exponiéndolas a una realidad que no quieren mirar ni recordar, porque la prehistoria de ese vínculo encierra algunos secretos que trastocan la relación en ese presente en el que se habla de lo suntuario para no hablar de lo importante, porque “los sentimientos extravían, llevan por mal camino”.
Después de un largo proceso de trabajo con los actores, Bozzini construye, a partir del texto original, una coda, que en el campo de la música se entiende como una especie de epílogo o movimiento final, encontrando nuevos sentidos a este material que se cimienta en el trabajo de Claudia Piccinini y Micaela Gómez, madre e hija respectivamente, pero en particular, en la desbordante composición que Piccinini arma a partir de esta madre corrida de la congoja y encerrada en el hastío, intoxicada, rodeada de cebollas, un claro guiño a ese llanto inevitable, y así y todo, las lágrimas no aparecen.
Se trata de una obra en la que el protagonismo es de esas mujeres (como en la original), pero a diferencia de aquella, esta versión de ese hombre que se entreteje en la trama como un paisaje de lo que representa lo masculino (el campo) dentro de ese vínculo, queda desdibujado, independientemente de los intentos por amarse frente a ellas, y de un costado siniestro que no consigue, sin embargo, dañar o modificar el vínculo primario. De hecho, en tiempos de femicidios y violencia de género visibilizada, algo que resuena frente a la visión de la obra, la presencia de ese tono de lo masculino requiere, en el contexto de esos vínculos, de una intensidad que aquí no aparece.
De todos modos, en rigor de lo dramático, la obra está contenida por una serie de búsquedas plásticas bellamente logradas. Así aparecen los sepias de vestuario y objetos, el humo y los contraluces que recuerdan a Goya y su relación luces y sombras, formas y espacio; la ruptura de la forma ortogonal de la caja del escenario (hay un arriba, hay un fondo y un afuera), y sobre todo cierta suciedad o desprolijidad, una abulia ralentada tanto en lo formal como en los movimientos, algo que se convierte en el gran sustento dramático en el caso de Piccinini para dar forma a la madre, quien de este modo regresa a la actuación con un personaje deslumbrante y muy complejo de armar y sostener.
El material sirve también para dar la gran bienvenida a una directora debutante en su trabajo en solitario como Romina Bozzini, que propone una estética marcada por las asperezas de los personajes, por la contradicción y la incomodidad, abordando una poética algo corrida de las estéticas locales imperantes en el presente, más cercanas a un realismo urbano y de living, que con el tiempo logrará dar ese paso hacia adelante en la búsqueda de un riesgo que se presume en este montaje, sobre todo a la hora de materializar la violencia y la desnudez, complejidades a las que el teatro local le suele sacar el cuerpo.
Hay además en la puesta una lograda y potente pregnancia musical que dialoga con lo estético y que remite a una inocultable oscuridad que busca la luz: desde la inquietante “Las Nenas” de Palo Pandolfo del comienzo, que madre e hija balbucean como un juego de niñas en una especie de ronda, escena que genera la tensión necesaria para abrirse a lo que viene, hasta la llegada de los acordes de “Mañana despertar”, una especie de canción de cuna del Flaco Spinetta, todo deja entrever que la búsqueda, a través del material, encierra detrás de una fachada de hostilidad y crueldad, la necesidad de reconstruir ese vínculo tan delicado entre madre e hija, el deseo de eso que se vuelve imprescindible para evitar la soledad y la muerte.