Adriana Abaca fue la primera vecina en ocupar un predio de viviendas de zona oeste que la provincia había cedido al padre Tomás Santidrián para las familias que vivían en su hogar. Fue hace 15 años, pero ella lo recuerda como su fuese ayer. “No pude esperar. Me mudé por mis propios medios mientras que los otros aguardaban el traslado. Él era un bebé”, dice mientras señala a uno de sus hijos adolescente sentado a su lado. Quizás por eso siempre se sintió parte integral de barrio Cametsa, ubicado en las postrimerías de Circunvalación y 27 de Febrero, donde crió a sus diez hijos. Su testimonio da cuenta de la metamorfosis que padecieron otras zonas postergadas de la ciudad. Barrios humildes y tranquilos devenidos en violentos territorios gobernados por narcos, donde el negocio de la droga prosperó ante las narices policiales y el silencio temeroso de los trabajadores. Lo que nunca imaginó fue que denunciar lo obvio le cambiaría la vida para siempre. Un móvil policial descansa las 24 horas frente a su casa, que ya fue acribillada y apedreada varias veces. Ayer, tuvo lugar un nuevo capítulo de impunidad. Porque el patrullero estaba desocupado cuando, a las dos de la madrugada, alguien le rompió un vidrio y arrojó una bomba de fabricación casera dentro del vehículo, que se prendió fuego. En ese momento el estudio no estaba.
“Yo tuve el coraje de denunciarlos (a los narcotraficantes), cosa que no todo el mundo hace, por temor. Esto es un mensaje claro. Pero no para mí, porque más de lo que me han hecho no me pueden hacer. Es para la sociedad. Para que no denuncien. Para que piensen que si lo hacen les va a pasar lo que le está pasando a esta mujer”, dijo Adriana, de 54 años y esposa de un comisario retirado, tras recordar que la pesadilla se inició cuando allí comenzaron a prosperar los quioscos de droga.
“Este era un barrio re tranquilo, de calles de tierra, gente humilde pero trabajadora. Desde que llegó esta gente la fisonomía del barrio cambió muchísimo. Ellos empezaron a imponer reglas a las cuales nosotros no estábamos acostumbrados. Los chicos dejaron de ir a la plaza porque se juntaban patotitas y los golpeaban. Y nosotros a quedarnos un poco más adentro porque ya no podíamos salir a la puerta por los tiros. Había problemas entre ellos o con otras personas que venían. Además de autos que pasaban a toda hora a comprar”, recordó Adriana, en referencia a los vendedores de droga que atribuye a la banda de Los Monos.
Su primera denuncia fue en febrero de 2012, cuando el tío de un adolescente del barrio, a quien identificó en la Justicia federal con nombre y apellido, amenazó de muerte a uno de sus hijos apuntándole con un arma a la cabeza. La denuncia le valió una serie de violentos ataques que continúan hasta el día de hoy. El más cruento fue en noviembre pasado, cuando le acribillaron el frente de su casa, aunque existieron otros, incluso ante la custodia que había ordenado el entonces fiscal federal Juan Murray. Este año un motociclista le disparó cuatro veces a ella en la puerta de su casa, y su hijo de 16 años fue golpeado en la estación de servicios de 27 de Febrero y Circunvalación.
“La situación se complicó al poco tiempo de la llegada de esta gente. Vinieron desde el barrio La Granada, donde ahora está el casino. Cuando lo construyeron, parte de esa barrio vino para acá”, dijo Adriana en referencia al barrio de zona sur donde tiene asiento el clan Cantero, al que le atribuyen el liderazgo de la organización Los Monos. Al respecto, dijo que pese a que muchos de sus integrantes están presos o prófugos, la banda sigue funcionando, igual que los búnkers y el delivery de drogas: “Muchos de los chicos que están muriendo a causa de la droga jugaban con mis hijos. Como madre me produce mucha tristeza. El mensaje de la Policía es inoperancia y connivencia. Y del gobierno, tengo mis dudas. La droga paga campañas: es lo que la sociedad sabe. Pero no lo podemos denunciar abiertamente porque no tenemos pruebas suficientes”.