Solos, apesadumbrados, ajenos, negadores, necios, ciegos, narcolépticos, pero dispuestos una vez más a contar una historia de la que conocen el final, aunque prefieren obviar esa pequeña circunstancia, y quizás por eso actúan. Son actores que prestan su cuerpo a esos personajes conocidos, transitados, aunque esta vez el camino es otro, quizás un atajo que, finalmente, los llevará al encuentro del “paraíso perdido” en medio de un cuento de Navidad con música de Tchaikovsky.
Toda digresión poética habilita el debate y la discusión y, al mismo tiempo, produce la construcción de un nuevo universo sobre uno ya creado. Este concepto poético y de lenguaje, aplicado al teatro, encierra un potencial infinito. Es así como el teatro recrea sus propios universos, y llegará un momento, como aseguraba el genial Pirandello, en el que sólo podrá hablar de sí mismo.
Mágicamente imbuido por esta lógica, y por su incuestionable talento para que los clásicos irradien sentido en el presente, el actor, director y docente santafesino radicado en Buenos Aires Edgardo Dib montó el año pasado en su ciudad natal, y al frente de un elenco notable, una versión de El jardín de los cerezos, de Antón Chéjov, que por estos días se presenta en la ciudad capital en La 3068 Espacio de Artes, y a la que, inteligentemente, sumó el agregado en el título de “suite para cuatro personajes”, apelando a la lógica de obra contada por un entramado de pequeñas partes que buscan un sentido unívoco.
Última pieza escrita por Chéjov en 1904 (el mismo año en el que murió), El jardín de los cerezos, más allá de la profusión de historias y personajes que plantea y de esa especie de polvorín de pasiones y situaciones que se tejen en tono de comedia debajo de una superficie en la que pareciera trascurrir una serena cotidianeidad, narra la historia de una familia aristócrata rusa en plena decadencia económica y social de finales del siglo XIX, cuyos integrantes se verán ante el dilema de vender su casa de campo y jardín de cerezos para enfrentar la crisis, situación que, desde lo económico, se bifurca en una serie de dilemas y conflictos sociales y familiares que enmarcan el final de una época en la que una supuesta identidad de familia y de poder comienza a desteñirse y a desmoronarse.
El montaje apela, como también pasaba en Edipo y yo (no menos valioso trabajo anterior de Dib, con parte del mismo elenco, que pronto se podrá ver nuevamente en Rosario, ver aparte) a una deconstrucción del texto en la que si bien prevalecen los personajes principales, a nivel dramático y textual, se mixturan con otros textos y personajes del autor ruso (por ejemplo La gaviota), del mismo modo que con situaciones cotidianas y personajes de piezas del norteamericano Tennessee Williams, en cierta forma discípulo del autor de Tío Vania y Las tres hermanas, por las similitudes en sus técnicas de escritura y elaboración poético-ideológica de los personajes.
Allí están, maquietados o indómitos, siempre como perdidos en el túnel del tiempo de una bella fábula chejoviana que es contada con fruición por el director, los hermanos Liubov Andréievna Ranévskaia (Luchi Gaido) y Leonid Gáiev (Raúl Keig), imprescindibles; también Konstantín Gavrílovich o Kostia (Rubén Von Der Thüsen), el torturado hijo de Liubov, y Yermolái Alexéievich Lopajin (Sergio Abbate), el comprador del legendario jardín, y ex criado de la familia, que llegará para cambiar la historia, el tiempo y la traza dramática de una familia que, como el mundo que la contiene, se desintegra y rearma al ritmo de los hachazos que tirarán abajo los cerezos.
Si de digresiones se trata, a modo de disección y laboratorio, Dib, que con su obra ya se presentó en la Fiesta Nacional del Teatro al tiempo que se ha convertido en un suceso de público en la capital provincial, toma los personajes principales del clásico de Chéjov y los articula en un contexto dramático-escénico que, espacialmente, se sustenta merced a la monumental labor de los cuatro actores: el desafío es sostener el artificio, independientemente de que en escena no hay nada más que un banco de madera y los cuerpos coreografiados, a lo que suma el impactante e ingenioso vestuario de Osvaldo Pettinari, la luz, y la música de Tchaikovsky (no casualmente “El Cascanueces”, por la cercanía de la Navidad), montando cuadros de ribetes pictóricos que, merced a la magia que pocas veces se logra en el teatro, permite ver el ornato y barroquismo de esa casa de campo en decadencia en la que transcurre en infausto encuentro familiar, los grandes ventanales, los cortinados que se mueven pero no están, y hasta los pequeños objetos de cristal, tesoros de Kostia, inmanente alter ego de la opaca Laura de El zoo de cristal, de Tennessee Williams, que repite su ligera renguera y su profunda tristeza casi a modo de homenaje.
Es así como el referido ejercicio dramático, al revés de lo que podría intuirse, en lugar de fragmentarse se fortalece e inquieta al espectador al punto de conmocionarlo, tocando, por momentos, situaciones de una intimidad inusual (y dialéctica), entre otros, cuando los personajes ven en el público el mítico jardín en flor, hecho que por sí solo se convierte en una instancia única de conjunción poética que da sentido a toda la propuesta.
Sucede que pocas veces el teatro consigue su objetivo como en este caso: atravesar un texto semejante con mirada aviesa y libre, y al mismo tiempo contemplativa, sin miedo a traicionar a nadie (sobre todo a los propios sueños y deseos de este audaz director), conspirando a favor de la escena y de los actores, en los que deposita toda su confianza. En definitiva, esta “suite para cuatro personajes” no es otra cosa que el reflejo de ese mismo universo escrito por Chéjov, pero vivo, revitalizado y resignificado.
Las pérdidas materiales y personales, aquellos viejos sueños y anhelos, el deseo narcótico de no ver lo que pasa, la pérdida constante y la vuelta irremediable de la infancia que siempre se convierte en un campo fértil de la memoria, nostálgico, doloroso e inevitable, están allí, en un espacio escénico arrasado en el que las palabras adquieren un significado que resuena en el tiempo, en medio de una agobiante y estrepitoso derrotero poético chejoviano.