María Morena Saione*
Si hablamos de las relaciones exteriores de la petro-monarquía saudí, no podemos dejar de mencionar la histórica rivalidad con Irán. Ambos países compiten por el reconocimiento del mundo islámico como garantes legítimos del islam.
Para esto, apelan a una lógica sectaria que enfatiza la división entre suníes y chiíes. El conflicto actual entre estos dos Estados responde a una multiplicidad de factores, pero en lo que respecta a la dimensión geopolítica ambos se perciben como líderes naturales, y eso se traduce en una lucha por consolidar su hegemonía en la región.
Para lograrlo, recurrirán a actores regionales e internacionales intentando, a través de estas alianzas, modificar el inestable equilibrio de poder a su favor, polarizando la región en el marco de lo que se podría denominar como una “guerra fría en Medio Oriente”.
Acontecimientos como la revolución islámica en Irán, la guerra Irak-Irán, y las revueltas árabes de 2011 han acentuado este enfrentamiento. Estas últimas han mostrado una clara ruptura entre los distintos regímenes y la sociedad civil, lo cual crea un clima favorable para la intromisión de las potencias y cultiva un sectarismo que generará las condiciones para un conflicto subsidiario como es el caso de Yemen, al que podemos denominar “proxy war”.
La característica que define a esta “guerra subsidiaria” es la participación de actores nacionales como peones de un enfrentamiento a nivel regional que los trasciende.
En la península arábiga un principio operativo ha guiado la política de Arabia Saudita a través de las décadas: negar a cualquier otro Estado una posición de influencia sustancial.
El liderazgo saudí ve al resto de la península como su esfera de influencia natural. El gobierno de Alí Abdullah Saleh en Yemen llegó a mantener una relación relativamente cordial con Arabia Saudita hasta que fue depuesto por las revueltas populares de 2011 en el marco de la primavera árabe.
El nuevo gobierno de Abdrabbuh Mansour Hadi debió enfrentar tanto las aspiraciones secesionistas del sur, como la amenaza de al-Qaeda y de los rebeldes houthis que lograron tomar Sana’a en 2014, obligando a Hadi a abandonar el poder unos meses después y huir hacia Arabia Saudita, dejando como resultado el nacimiento de un Estado fallido en Yemen.
En 2015 Riad implementó la operación “Tormenta decisiva”, que implicó el bombardeo de las posiciones houthis, un bloqueo marítimo y aéreo, y el despliegue de tropas de la coalición en territorio yemení.
Primer error geopolítico
Yemen puede ser interpretado como el primer error geopolítico de Mohammed Bin Salman. La decisión de entrometerse en un conflicto con su vecino regional le costó caro a la monarquía saudí, no solo por el exponencial aumento del gasto militar que nunca se reflejó en resultados, sino también por el avance de los hutíes en la región.
Cuando se inició la guerra, Riad esperaba gastar 175 millones de dólares al mes y poner fin a los ataques en cinco meses; sin embargo pasados los seis meses la Universidad de Harvard, de EE.UU., calculó que Riad gastaba más de 200 millones de dólares al día.
El punto máximo de las tensiones estalló en septiembre de 2019 cuando los hutíes lograron atacar la base material de la economía saudí, como son la sedes de la multinacional Aramco, principal empresa estatal de oro negro.
Riad acusa a Irán de brindar apoyo a los hutíes, apelando a una retórica sectaria y reduccionista, que no tiene en cuenta los matices y la complejidad del caso nacional yemení, ni las diferencias religiosas entre el chiismo duodecimano iraní y el zaydismo de los hutíes.
Los enemigos son los «otros»
El accionar de Bin Salman se sustenta en un discurso construido en base a una otredad que amenaza el statu quo y su propia percepción como “los verdaderos islámicos”. Esto hizo implosión en el caso Jamal Khashoggi, un crimen contra la libertad de expresión.
Si la guerra en Yemen asestó un duro golpe a la administración saudí, el asesinato del columnista del Washington Post, terminó creando el germen del desprestigio del régimen.
Quedó demostrado el puño de acero de Bin Salman, quien, a pesar de haberse presentado como un reformista, no deja de recurrir a prácticas que emulan a los modelos autoritarios asiáticos, se aferran al statu quo y se alejan del reformismo occidental-liberal, perjudicando su campaña para mejorar lazos con las democracias liberales europeas. Khashoggi no fue el primer exiliado ni el primer saudí en ser asesinado, las ejecuciones públicas son moneda corriente en el reino saudí.
Sin embargo el caso Khashoggi es diferente, su desaparición y posterior asesinato en el consulado saudí en Estambul generó entre Riad y distintos sectores en Estados Unidos, ha dañado la reputación del príncipe saudí a nivel internacional.
La CIA, el Congreso de Estados Unidos y una comisión especial de las Naciones Unidas sugieren que el príncipe saudí estuvo al tanto de la decisión de asesinar al periodista saudita.
El castillo de naipes levantado por Bin Salman, dando la imagen de un gobernante reformista se vio derribado por el mismo Estado saudí. Más precisamente por los desaciertos del joven y errático heredero al cual su política en Yemen, sumada al caso Khashoggi y su eco a nivel internacional, le costará millones en relaciones públicas y afectará el tablero geopolítico regional dejando ver a Bin Salman como un gigante con pies de barro.
*Estudiante de la Licenciatura en Relaciones Internacionales (FCPOLIT-UNR)