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Desde el banco (de la plaza)

Como el otro, sufre, se desmorona, llora y se alegra con la sonrisa o las lágrimas de un pibito en el baldío de cualquier barrio. Lleva el potrero al estadio más grande, sin hacer caso a las cámaras que le atropellan el gesto con el zoom

No sé (casi) nada de fútbol. No voy a la cancha, no sigo los partidos, ni siquiera los de mi equipo preferido. No entiendo de estrategias de juego, se me confunden las posiciones de los jugadores, ni idea tengo de cómo deberían moverse o dónde pararse en el césped según el número en la espalda. ¿Para qué entonces escribir algo sobre Messi, con qué legitimidad y con cuánta ligereza, desde el fondo de qué pozo de ignorancia sobre el deporte, el negocio, el espectáculo y la pasión popular que echa a rodar la redonda?

Lo que puedo admitir es que, en general, las fintas de Lio, las jugadas que terminan con sacudones en la red y las otras, esas que los relatores llaman “asistencias”, pases con precisión milimétrica al que convierte, me emocionan. Las disfruto. Podría hasta reconocer que las gozo, pero sin poder explicar por qué ni acompañar con una estadística, un recuerdo, una comparación.

¿Puede ser que un huérfano de todo folclore de tablones, hormigones y previas, sin las cicatrices en cuerpo y alma que deja la sucesión de alegrías o ganas de pegarse un corchazo, según el resultado, puede que alguien que no inventó puteadas nuevas para jueces de línea, árbitros, rivales, Afa o Fifa, tenga algo que aportar?

A lo mejor sí, porque la emoción que levanta del pasto esa zurda aterriza más allá de la tribuna sin la distorsión de los filtros ni de las pasiones futboleras. Y entonces uno puede agregar desde acá, desde el banco pero de la plaza, pongamos, que el enano destila belleza. Simple, sin adjetivos, sin cálculo de costo beneficio. No siempre, a veces, pero alcanza y sobra.

Sobra tanto que está blindada contra otros tamices que sí, uno transita. Una belleza redonda que no se moja en la pileta en la que el otro 10, el que nunca fue 30, se limpiaba o embarraba, siempre generando complicidades. El petiso, el más petiso para ser preciso, no se mete ahí, no opina sino de fútbol, y encima habla de eso hasta ahí nomás, con pocas palabras en la mochila. Y se compra un avión privado, y vive en mansiones. Pero, como el otro, sufre, se desmorona, llora y se alegra con la sonrisa o las lágrimas de un pibito en el baldío de cualquier barrio. Lleva el potrero al estadio más grande, sin hacer caso a las cámaras que le atropellan el gesto con el zoom. Y ahí se desmarca de nuevo, y entonces atraviesa las barreras. Como las de los que no sabemos casi nada de fútbol.