El ser humano desde siempre fue en busca de la energía. Agudizó su ingenio, se aventuró. Nunca se resignó. Iba su vida en ello. Razonaba con fórmulas simples: el material elegido tenía que ser abundante, arder fácilmente y conservar el calor. A su alrededor abundaban leña y paja; pronto conoció los aceites derivados de las grasas de animales y luego los de origen vegetal. La búsqueda lo llevó al carbón vegetal y al mineral.
Algunas zonas del mundo guardaban bajo su suelo “el remedio para la enfermedad del progreso indefinido”: el petróleo. Una simple ecuación económica aconsejaba extraerlo porque abundaba y se hacía impensable otra fuente de energía para motores a combustión. El petróleo reunía dos condiciones: la abundancia lo hacía económicamente rentable y se comportaba como un combustible de alta performance. “Todavía hoy, y pese a todas las crisis habidas, sigue siendo la solución más económica y efectiva”, afirma Hugo Gramajo, investigador principal del Conicet e integrante del Instituto de Biología Molecular y Celular de Rosario (IBR).
“El biodiésel es de antigua data”, sostiene Gramajo, quien junto a la investigadora del Conicet Ana Arabolaza trabaja en un proyecto sobre producción de un nuevo biodiésel por microorganismos. Y amplía: “En 1900, en la Exposición Internacional de París, se utilizaron aceites para hacer funcionar un motor. En 1893, el ingeniero Rudolf Diesel había patentado su motor. Desde ese mismo momento se pensó que podrían existir otros tipos de combustibles alternativos y menos contaminantes. En la antigüedad, al aceite animal se lo quemaba para obtener luz. Con esos antecedentes se comenzaron a usar aceites vegetales, crudos, obtenidos por medio de una prensa, los que demostraron poca eficacia. Aunque se los dejó de usar, quedó la idea latente.
—¿A qué le asignan ustedes la motivación para reflotar aquellos viejos proyectos?
—El factor determinante es la concientización sobre las consecuencias sobre el medio ambiente.
—¿Y a partir de allí, qué se empezó a hacer?
—Desde el mismo principio se dieron cuenta de que, pese a que los aceites vegetales crudos no eran tan eficientes, podrían llegar a serlo si se los modificaba por un proceso químico.
—Hubo en el mundo y en la Argentina, en particular, un desarrollo del bioetanol (la alconafta) que se comenzó a hacer a partir de la caña de azúcar.
—Y allí se comienzan a usar microorganismos. Porque lo que se hace es obtener una fermentación utilizando levaduras de la caña de azúcar, las que al “comerse” ese azúcar eliminan etanol. Al producto de esa fermentación del etanol se lo mezclaba con las naftas en diferentes porcentajes. En Brasil, el porcentaje de etanol era mayor e incluso en algunos lugares el etanol se usaba en lugar de las naftas, pero resultó ser poco seguro.
—¿Cuánto estamos dispuestos a pagar por no contaminar?
—A partir del bioetanol se comienza a pensar en los aceites vegetales como precursores para obtener combustibles: aceite de soja, de colza, y otros que requieren de un intermediario químico. Esos aceites, al ser tratados químicamente con metanol en un medio alcalino, dan un metil éster del ácido graso. Eso es biocombustible. Para el uso se lo va mezclando con distintas proporciones de naftas.
—¿Existen biocombustibles de primera y segunda generación?
—Biodiésel y bioetanol son de primera generación que no podían llegar a reemplazar a las naftas derivadas de los hidrocarburos; y de allí surgió la idea de generar otros biocombustibles por medio de otras metodologías.
—¿Y cuáles serían?
—Los de segunda generación, los que se obtienen utilizando microorganismos.
—¿Una estrategia biotecnológica?
—Sí. Lo que buscamos es que no sólo los microorganismos los produzcan, sino cambiar su composición para que tengan mejores cualidades. Se necesitan hacer modificaciones en los microorganismos para cambiarles ciertas propiedades a los aceites.
—¿Eso es a lo que ustedes llaman biocatalizadores hechos a medida?
—Sí. Porque podríamos definir la composición que tienen esos aceites para que den de sí las mejores posibilidades para convertirse en diésel, en naftas o en lubricantes, sin afectar el ambiente. Hoy es posible hacerlo por manipulación genética. En el caso específico de los biocombustibles es poder modificar genéticamente microorganismos como bacterias, hongos o microalgas con el fin de mejorar muchas capacidades; no sólo para que produzcan más aceite, sino para que produzcan nuevos combustibles.
—¿Cuál es el trabajo que están haciendo ustedes en el laboratorio?
—Trabajamos con microorganismo oleaginosos: bacterias que tienen capacidad de producir aceites. Tienen una característica poco común en las otras bacterias. Por ejemplo, una semilla puede tener un 5 por ciento de aceites, mientras que una célula de estas bacterias puede generar hasta un 80 por ciento del peso seco de esa célula en forma de aceite. Lo que nosotros estudiamos son los mecanismos que regulan la producción de esos aceites: cuáles son las enzimas que están implicadas en la síntesis de estos compuestos. Entender cómo es la fisiología y la química de esos procesos nos llevó a tratar de ver si lo podemos aplicar en otros experimentos. Hemos generado bacterias que son capaces de producir nuevos ácidos grasos que darían mejores propiedades a los nuevos lubricantes; por ejemplo, obtener aceites mejores para su uso como lubricantes, con estabilidad oxidativa para que tengan un mejor comportamiento a bajas temperaturas. Esto es completamente nuevo, original y lo hemos protegido patentándolo en los Estados Unidos. Estamos transitando los primeros pasos de su desarrollo. Es un proceso novedoso. Cuenta con altura inventiva, que es una de las exigencias necesarias para tener una patente. Y desde el punto de vista científico es muy interesante porque se están generando moléculas nuevas.
—¿Qué agrega un lubricante de esta naturaleza?
—Cumple con las características de todo biolubricante: menor emisión de dióxido de carbono y menos contaminación porque estas moléculas se biodegradan. Por ahora lo estamos haciendo en bacterias y la idea es pasarlo a otros organismos, tal vez levaduras, algas.
—¿Cuáles son las expectativas que ustedes tienen sobre este proyecto de investigación?
—A partir de este trabajo aspiramos a generar nuevos conocimientos, formar recursos humanos. Y, por supuesto, esperamos que estos conocimientos puedan trascender el área del laboratorio para que lleguen a la sociedad transformados en un producto del cual se beneficie la mayor cantidad de gente y contribuya a mitigar los problemas ambientales.
—¿Cuánto falta para eso?
—La nuestra es una etapa de investigación básica. La próxima etapa es ver si las moléculas van a cumplir las expectativas teóricas formuladas por nosotros sobre sus propiedades físico químicas. Después tenemos que pasar por etapas de eficiencia de producción. Y, si supera las ecuaciones económicas, pasar a la producción en escala.