Fernando Tebele (*)
Hay al menos unas cuantas certezas de lo que fue Víctor Melchor Basterra en esta vida. La primera cruza sus 76 años casi de principio a fin: fue un militante político. Probablemente desde sus 10 años, en 1955, cuando lo echaron del colegio religioso porteño Patronato Español por gritar “Muera Cristo Rey”, en pleno conflicto del ya a punto de caer gobierno de Perón con la Iglesia Católica. Aquel episodio de su niñez sería su primer acto de resistencia contra las instituciones. Desde ya, no sería el último.
Desde que murió el sábado 7 de noviembre, se habló de él como nunca antes. De perfil bajo para su vida extraordinaria, Basterra transitó sus últimos años sin todo el reconocimiento que debió haber recibido en vida.
Cuatro años lo marcaron por completo: el período de su secuestro en la Escuela de Mecánica de la Armada, que transcurrió desde el 10 de agosto de 1979 hasta su liberación, el 3 de diciembre de 1983. Apenas una semana antes de la restauración democrática con la asunción de Raúl Alfonsín como presidente, el marino Julio César Binotti lo despidió con una advertencia: “No te hagás el pelotudo, porque los gobiernos pasan, pero la comunidad informativa siempre queda”. En su última declaración judicial en causas por crímenes de lesa humanidad, en noviembre de 2019, apenas un mes antes de que le diagnosticaran cáncer en la garganta, Basterra dijo con su voz ya cascada por la enfermedad: “No me hice el pelotudo, me hice el re-pelotudo”. Binotti fue uno de los condenados en los juicios por los crímenes dentro de la Esma.
¿Por qué el Sipreba lo despide con honores desde este texto insuficiente? Porque con su enorme valentía, el sobreviviente de la Esma se convirtió, casi sin proponérselo, en fotógrafo y periodista. Gran parte de los horrores de aquellos años oscuros en nuestro Auschwitz los conocemos, además de por los testimonios de una larga lista de sobrevivientes de ese centro clandestino de detención, tortura y exterminio, por el aporte incalculable de Basterra.
Su hazaña más conocida es la de las fotos. Sometido a trabajo esclavo durante su cautiverio, Víctor, un obrero gráfico de militancia en el Peronismo de Base (PB) y las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), fue obligado a falsificar documentos, para lo que tenía que sacarles fotos a los beneficiarios de sus falsas credenciales. Por su registro pasaron desde los propios marinos de la Esma hasta el jefe de la Logia P-2, Licio Gelli, quien aún está preso en Italia y portaba, cuando fue detenido, el pasaporte argentino que Basterra le realizó por obligación. Pero ese clickeo fotográfico escondía una trampa. A Víctor le pedían que hiciera cuatro copias de cada foto. Él hacía cinco.
Esa quinta foto la guardaba en una caja de papel fotosensible. Eran tiempos de películas fotográficas que se revelaban manualmente en un cuarto oscuro de luz roja tenue. Nada de celulares ni digitalizaciones. “No me abran esa caja porque me van a tener que comprar más papel fotosensible si se velan esos”. Con esa advertencia evitó que vieran lo que guardaba allí en cada una de las requisas cotidianas: ni más ni menos que los rostros del horror. Podría decirse que toda aquella historia se conoce bastante. Se ganó la confianza de los marinos. Les hizo creer que colaboraba con ellos. Cuando le dieron el “beneficio” de ir cada tanto a su casa y regresar por la noche a la Esma, fue sacando esas fotos, y algunas sin revelar en el pliegue entre el ano y los testículos. Así, de a poco, con mucha paciencia, fue tramando su venganza más brillante: el punto más alto de aquella hazaña se rubricó con la sentencia en el tercer tramo de la Megacausa Esma: 63 genocidas fueron condenados allí. “Sólo con el testimonio de Víctor, se hubiera podido condenarlos”, asegura Mercedes Soiza Reilly, la fiscal de aquel juicio, el más grande en volumen de la historia judicial argentina, que culminó en 2017. No fue sólo por su testimonio que se los condenó. Muchas otras personas que sobrevivieron aportaron con valentía su relato. Pero la cantidad de genocidas condenados en la megacausa, altísima en comparación con otros centros clandestinos, sólo se explica con sus fotos, prueba irrefutable para cualquier tribunal.
Pero hay otras hazañas menos conocidas y aún no valoradas en su justa medida. En aquella última declaración aludida, en la causa por la represión a la Contraofensiva de Montoneros, juicio que está en instancias de alegatos, puede notarse también la inmensidad de su aporte, aún cuando la totalidad de las víctimas de esos hechos pasaron por Campo de Mayo. Basterra contó durante su testimonio que una vez se robó la llave de una habitación en la que sabía que había documentación importante. Por las noches, se metía y sacaba fotografías de las carpetas. Entre ellas estaba el listado del casi centenar de personas secuestradas y desaparecidas durante aquellas circunstancias. En Campo de Mayo, a diferencia de la Esma, el Ejército casi no dejó sobrevivientes. Pero Basterra se ocupó de remediar la escasez de pruebas. Esa historia apenas comienza a conocerse. La próxima sentencia en el juicio deberá dimensionarlo en su justa medida. “Hay cosas que no volvería a hacer”, dijo hace algunos años sobre aquellas fotos en esa habitación. No vale la pena creerle.
Si continúa sin responderse por qué el Sipreba despide con tristeza a Basterra, lo que sigue tal vez agregue contundencia. Durante los últimos diez años de su vida, Victorio, como le decían muchos de sus compañeros y compañeras que ahora lo lloran sin consuelo, fue parte de La Retaguardia, un medio comunitario, alternativo y popular del barrio de Mataderos. Allí fue parte del equipo de Oral y Público, el programa radial que dedica una hora semanal a la cobertura de los juicios por crímenes de lesa humanidad. “Hacer un programa de derechos humanos con él, es como hacer un programa de fútbol con Maradona”, solían definir. Basterra eligió un medio popular para continuar su militancia hasta el final. Como buen militante de base, dejó allí un archivo sonoro de valor incalculable para la memoria histórica.
Persiguió hasta el final a “los ñatos”, como les decía a los genocidas, que nunca le perdonaron el engaño. Que Jorge Luis Borges haya escrito un texto sobre su testimonio en el Juicio a las Juntas, el más largo de ese proceso, casi cinco horas y media, fue tan solo una medalla más en su vida.
Arrancador de sonrisas sin igual. Dueño de un vozarrón que se convirtió en la voz de sus compañeros y compañeras que no consiguieron sobrevivir, el peso de ese rol tal vez le haya pasado factura a sus cuerdas vocales, así como la tortura lo había dejado casi paralítico por las lesiones en su columna. Aquel pibe irreverente, expulsado de la escuela, jamás imaginó que se convertiría en un héroe de nuestros tiempos. Seguramente se fue sin saberlo. Pero esa es la certeza mayor sobre Basterra: se fue un héroe. Y este Sindicato lo despide a los aplausos, con lágrimas sobre el teclado.
(*) La Retaguardia, para el Sindicato de Prensa de Buenos Aires