Elisa Bearzotti
Especial para El Ciudadano
Este martes, cuando accedí a la cita semanal frente a la computadora convocada por mis “Crónicas de cuarentena”, Rosario amaneció lluviosa y sobresaltada por el asesinato de Carlos Argüelles, un “arrepentido” involucrado en causas narco. La muerte, ocurrida el lunes por la tarde, sumada a otros tres asesinatos perpetrados antes de la medianoche del mismo día, sirvió para alimentar el triste mote que la describe como la “ciudad más violenta de Argentina”. A pesar de que la situación viene de larga data, los rosarinos vemos con tristeza cómo las causas judiciales terminan enmarañadas en el reiterado ejercicio burocrático aplicado por los tribunales provinciales; las autoridades políticas apelan a un ping-pong de responsabilidades que termina costando la cabeza del jefe de Policía de turno sin resolver nada; y las militarizadas fuerzas de control autóctonas e importadas se multiplican por doquier, contaminando el paisaje urbano.
Así, los habitantes de la ciudad nos acostumbramos a leer titulares donde el crimen enseñorea sus alas pasando a formar parte del panorama cotidiano y, frente al luctuoso entorno que provee el hábito, cada vez nos resulta más difícil distinguir dónde está el bien y dónde está el mal. El “rosario” de desgracias que nos aqueja incluso nos inmuniza contra otras desgracias percibidas como ajenas y lejanas: personas colgadas del ala de un avión que intenta levantar vuelo, mujeres cubiertas con velos negros temiendo por su vida, familias enteras buscando refugio e intentando cruzar fronteras apostando por un cambio incierto, o miles de muertes inútiles y evitables debido al acaparamiento de vacunas de algunos frente a la debilidad de otros. De cara a la violencia institucionalizada, el alma se torna impermeable, recurriendo a artificios varios para experimentar un poco de libertad y alegría.
Por eso, siempre resulta un respiro encontrarnos con noticias como la ocurrida en Roma, en ocasión de la reciente cumbre de ministros de Salud del G20, de la cual participaron los directores generales de la OMS, de la FAO, el programa de alimentación de las Naciones Unidas, y también nuestra ministra de Salud, Carla Vizzotti, donde se planteó la necesidad de equilibrar la distribución mundial de vacunas en un evento que los medios ya describen como el “Pacto de Roma”. Allí, el representante italiano –que porta el apropiado nombre de Roberto Speranza– indicó: “El acuerdo en el que estamos trabajando pretende que la vacuna sea un derecho de todos, y no un privilegio de unos pocos. Este es un reto que todos los países comparten. Vamos a seguir trabajando con la esperanza de sacar adelante una declaración compartida”. Y agregó: “La comunidad internacional debe hacer más contra esta pandemia, centrándose en fortalecer los sistemas nacionales de Salud. La solidaridad con las vacunas también se convertirá en una necesidad geopolítica”.
Durante el encuentro se propuso destinar más recursos a los países más necesitados, si bien no se ha definido la cantidad, decisión postergada para una próxima reunión previa a la gran cumbre de líderes del G20 que se realizará a finales de octubre, también en Roma. Lamentablemente, tampoco hubo acuerdo sobre la propuesta de suspender temporalmente las patentes de las vacunas, hoy en manos de las grandes compañías farmacéuticas. Por otra parte, la ministra Vizzotti destacó en el encuentro la necesidad de reconvertir la crisis por la pandemia en “una oportunidad para fortalecer la preparación, la gestión y la respuesta coordinada y equitativa ante futuras emergencias sanitarias”, abogando además por el acceso de “todas las personas” a las vacunas. Subrayó que, a fin de lograr “una recuperación sostenible, inclusiva y resiliente, todos los países deben implementar medidas en línea con los principios de solidaridad internacional, colaboración y equidad, garantizando el acceso de todas las personas a vacunas contra el covid-19”, según se informó oficialmente.
Esta noticia, que no deja de resultar alentadora para el futuro de la humanidad, no ha merecido una atención especial entre los titulares de los portales noticiosos argentinos, hoy más dedicados a reflejar los mediáticos enredos de nuestros políticos que pelearán por su espacio el próximo domingo. Y esto es así porque en nuestro país la temible variante delta aún no mostró sus afiladas garras. Tras 14 semanas de descenso sostenido de casos de coronavirus, 12 de bajas de fallecidos y la ocupación de camas por covid-19 en Unidades de Terapia Intensiva más baja registrada desde agosto de 2020, el panorama ha permitido un respiro al sistema de Salud, que permanece expectante. «Estamos viviendo una situación de tranquilidad, los casos bajaron mucho y las internaciones también; hay camas en las terapias intensivas y en los sectores medios de internación, por lo cual si bien sigue habiendo casos, estamos en los niveles más bajos desde la primera ola del año pasado», indicó a la agencia de noticias Télam el médico infectólogo Martín Hojman, del Hospital Rivadavia de la ciudad de Buenos Aires. Aunque no dejó de acotar: “Es imposible determinar cuánto tiempo se sostendrá este descenso de casos, ya que la idea de que tenemos otra ola por delante impulsada por la variante delta, como sucedió en todo el mundo, sigue estando, y es algo que se espera que suceda próximamente”.
Entonces, si bien la violencia ha formado parte de la historia humana desde sus inicios, como bien muestra el relato bíblico de Caín y Abel –primera manifestación de lucha fraterna por ocupar espacios de poder– y atribuida a la mítica figura del Príncipe de las Tinieblas en sus diferentes versiones de Satanás, Lucifer, Gran Dragón Rojo, Belcebú, Leviatán, Abaddhon y tantos otros, resultaría deseable que, gracias a las herramientas que nos provee la evolución de la especie, pudiéramos dejarla atrás como hemos hecho con las branquias, las aletas o los ojos sin párpados. Si cambiáramos la competencia desmedida por la presencia colaborativa, el avasallamiento por la cooperación, el afán de lucro por la voluntad de compartir recursos, seguramente alcanzaría para todos y las sombras se dispersarían solas, sin necesidad de ahuyentarlas con pociones mágicas, ni decretos gubernamentales. Pero, como bien dijo Oscar Wilde, el genial dramaturgo anglosajón: “Los buenos terminan felices, los malos desgraciados. Eso es la ficción”. La realidad, en cambio, es mucho más compleja, requiere ser construida día a día con amor y respeto, es una tarea que nos involucra a todos y que no acepta descanso ni ambigüedades… una tarea que requiere coraje.