Aquél domingo 7 de marzo de 1992 vio a la ciudad de Mar del Plata alterada. No sólo porque esa noche en el Superdomo jugaban los eternos rivales, Peñarol y Quilmes, una nueva edición del clásico basquetbolístico que dividía el ambiente, sino porque otra noticia invadía el aire deportivo: Néstor Ubaldo “Ubby” Sacco, tras haber cumplido una condena de 2 años y 10 meses por tenencia y consumo de estupefacientes, al mediodía salía en libertad. La sede de la Brigada de Investigaciones de calle Mitre era el último paso para ser libre. Lo esperaban su esposa, sus hijos Lorena y Sebastián, su papá y un grupo de periodistas.
“Si a las doce y un minuto no me daban la salida, me escapaba por un agujerito. Me siento bien, entero. Si George Foreman volvió y sigue peleando, yo a los 38 años ¿por qué no?”, fueron las primeras palabras que recogió la prensa.
Nueve horas después, Ubby Sacco, estuvo presente en el ajustado triunfo de Peñarol por 83 a 82, club del cual era reconocido hincha. Además, jugaba bien al básquet, a tal punto que en medio de sus entrenamientos se mezclaba en un picado con jugadores de primer nivel en el gimnasio del Atlético Mar del Plata. Practicó varios deportes: voleibol, natación y en todos mostró talento. Sin embargo, fue el boxeo el que lo atrapó.
Dirigido por su padre, Ubaldo Francisco, un mediano destacado en la década de los 50 y 60 del siglo pasado, se modeló en la escuela impuesta por “El Tigre de Alfara”, un entrenador español que supo atender a papá Sacco.
Un promisorio nocaut el 22 de abril de 1978 ante el paraguayo Luis Ángel Godoy abrió la cuenta de una carrera de éxitos en la esfera profesional.
Fue campeón argentino y sudamericano de los superlivianos. Su cara de niño acompañaba una mirada desafiante, burlona y hasta insolente a la hora de subir al ring. Justeza en los golpes con buenos recorridos; gran manejo de los distancias; técnico exquisito y guapo. Condimentos que exhibió en una carrera deportiva que coronó con el éxito mayor: campeón mundial.
Sin dudas, instalado en el selecto podio de los mejores boxeadores argentinos. Y no surgió de un lote de mediocres. Lo hizo en un período de grandes figuras. Combatió con todos los grandes. Les ganó a la mayoría, perdió con algunos. Hugo Alfredo Luero, Simón Escobar, Lorenzo García, Hugo Quartapelle, Horacio Agustín Saldaño, Ramón Abeldaño, Roberto Alfaro… fueron nombres que se instalaron en su campaña. Todos fondistas de primera línea. Fue recibido por el exigente público del Luna Park como hijo dilecto. Perdió el invicto de 16 peleas ante Hugo Quartapelle, un notable cordobés surgido de las escuelas de dos famosos entrenadores: Alcides Rivera y Don Paco Bermúdez.
Poco importó su etapa de amateur y la participación en el Sudamericano de Lima de 1977, el camino al profesionalismo estaba en su destino. Allí empezó el vuelo. La historia en primera persona. Rebelde y dueño de su vida. Escuchaba a muchos, decidía él. Siempre dispuso cómo y dónde hacerlo. Su vida transcurrió entre el vértigo y el apuro. El boxeo mayor lo esperaba. Ubby Sacco lo sabía muy bien. Nadie pudo torcerlo en sus decisiones. Ni en las buenas ni en las equivocadas. Ni las protestas de su padre, ni los consejos de mamá Hilda y las broncas de Tito Lectoure. Era un crack… un fenómeno… un elegido en el ring. Boxeador de raza, seductor, contradictorio. Llenaba los ojos. Su carisma impregnaba la mirada de los espectadores. Por elegancia en el cuadrilátero, sólo comparable con la de Gustavo Ballas. Dos magos de la ciencia del boxeo.
Su triunfo mayor, su día en pleno horizonte, resultó a la vez uno de los últimos en su vida profesional.
El 21 de julio de 1985 enfrentó en el Casino de Campione D’Italia al campeón Gene Hatcher. Era revancha de la pelea perdida por puntos en decisión dividida, en Forth Worth, Texas. En juego el título mundial de los superlivianos de la Asociación (AMB). En un combate donde lució toda su capacidad técnica y destreza, noqueó en nueve rounds al norteamericano Hatcher. Fue campeón mundial siete meses y veintidós días. El 15 de marzo de 1986, cerrando una larga serie de excesos, problemas personales y malos entrenamientos, el italiano Patrizio Oliva, un mediocre boxeador, lo venció por puntos. “Voy a volver a ser campeón. Quiero la revancha. Fue una mala noche”. Esas palabras retumbaron en los pasillos del estadio. Nunca más volvió a boxear.
Hizo el conocido viaje de otros famosos: de la cumbre a la nada. Pasajero del éxito a la desolación. Desde esa noche en Italia, entró y salió de la notoriedad. Con la misma velocidad que lo hacía en las cuerdas. Hundido en males recurrentes, lejos del gran boxeador. Lo atrapó la droga. Visitó comisarías y juzgados. Fue noticia en la secciones policiales de diferentes medios. Fue preso a la cárcel de Batán. Su destino llevaba el cinturón de campeón mundial y el de la tragedia. Un final emparentado con el de Justo Suárez, José María el Mono Gatica, Oscar Bonavena, Víctor Galíndez, Carlos Monzón…. El destino una vez más dio cartas.
Murió en el Hospital de Agudos de la ciudad de Mar del Plata. Un tumor en las fosas nasales y una meningitis lo tiraron por toda la cuenta. Tenía 41 años. Todos sus argumentos, sus conocimientos, su experiencia en el ring fueron inútiles ante ese adversario: el destino.
Dicen que todos al nacer somos besados simultáneamente por la felicidad y la desgracia. Quizás este último beso fue más intenso y se depositó sobre su piel como un tatuaje, irreversible.
Cerrando los ojos es fácil imaginar a Ubby Sacco en el ring. Con su sonrisa pícara, mezcla de ironía y soberbia, dibujando un camino perfecto con su izquierda mágica y sus piernas bailarinas. Su sello distintivo. El mismo que recuerda una gloria extremadamente breve… como lo fue su vida.