En mi infancia de pueblo, allá por los 50’, existían las matinés de cine para público infantil de los sábados por la tarde en el histórico cine San Martín, que, como cuadra al destino implacable de las salas cinematográficas, alberga ahora a un supermercado.
De esas jornadas memorables de películas en episodios en los que celebrábamos zapateando en el piso de madera de pinotea que el caballo blanco del “muchachito”, lanzado en frenética persecución, les fuera dando alcance a los villanos, salíamos excitados y ansiosos, con una ansiedad que nos perseguía toda la semana siguiente, provocada por el “continuará” sobreimpreso sobre el fondo negro de los últimos fotogramas.
Pero la candidez es un don que suele morir con la niñez y las cosas que nos inquietan y nos conmueven ahora son otras.
Días atrás, un hecho como el rescate de los trabajadores atrapados durante diez semanas en el fondo de una mina en el desierto de Atacama mantuvo en vilo la atención del mundo. Y esa atención creció en las dos últimas jornadas, cuando los 33 protagonistas fueron arrancados de las entrañas de la roca e izados a la superficie desde los 700 metros de profundidad donde habían sobrevivido a sus setenta días de soterramiento.
La ansiedad de los que siguieron el tema estuvo alimentada en este caso por un persistente trabajo de prensa que se instaló masivamente a metros de donde las perforadoras trepanaban la montaña y los familiares de los mineros velaban su retorno luego de que una sonda que llegara hasta ellos trajera el mensaje de que estaban vivos.
De aquellas tardes de sábado de pueblo en el cine San Martín una de las series que recuerdo trataba precisamente de unos mineros atrapados por un derrumbe, a los que –igual que a los chilenos– se intentaba llegar por medio de un pozo vertical que se horadaba con elementos por cierto más precarios que las potentes perforadoras utilizadas en la colapsada mina San José.
En esta ficción –ampliamente superada por el caso chileno, como ya se sabe que pasa– lo que se veía era lo que acontecía en el encierro más que lo que ocurría en la superficie. Y la angustia que me provocaba se prolongó por semanas –no sé si tantas como estas últimas– a lo largo de la serie.
La memoria que guardo de esa narración en episodios es tan lejana en el tiempo como imprecisa en los hechos. Ni siquiera recuerdo cómo terminaba la historia pero me inclino a creer que no fue bueno. O tal vez sí; así hubiera correspondido a los cánones expresivos de aquella época y con más razón si no había restricciones para que esa película la vieran los niños. Pero a mí me quedó en las retinas el rostro anhelante a veces, desesperanzado la mayor parte del tiempo, sombrío y ensombrecido por el ánimo y la penumbra respectivamente. Esas escenas se me representaron día tras día mientras recibíamos las noticias del avance de los trabajos en Chile.
El final, el mejor final, reflejado por un relato periodístico construido con un respeto poco usual en estos tiempos, tuvo un efecto de catarsis: júbilo, desahogo, agradecimiento, alivio, procesamiento de la angustia contenida y, finalmente, serenidad y compostura, aunque sólo por unas horas, las necesarias para recuperar el aliento. Después, la necesidad irrefrenable de querer saber más para seguir contándolo, que de esto vivimos.