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Detrás de la «libertad de contagiarse y contagiar», cuáles son las razones ocultas de los odiadores

Una indagación sobre las actitudes desaforadas en la oposición. El autor analiza las motivaciones profundas de quienes despliegan una arremetida feroz y permanente, tanto desde los medios como en las calles y en el camino pierden toda posibilidad de conservar la racionalidad

Sebastián Plut (*)

Aunque así formulado sea una simplificación y una obviedad, digamos que hay quienes gobiernan y quienes están en la oposición. La realidad siempre es más compleja, pero sigamos con este sencillo esquema. Cada sector expresa ideas diferentes, representa intereses de diversa naturaleza y, por lo tanto, propone caminos divergentes para objetivos también disímiles. Este conjunto, se supone, es lo esperable. Sin embargo, pese a esta saludable (e inevitable) fragmentación, no deja de llamar la atención el rasgo oposicionista histórico del antiperonismo, ese rasgo que condujo, a partir de 1945, a que uno de los términos más utilizados para designar a aquel grupo sea el de “contrera” (Grimson, ¿Qué es el Peronismo?, editorial Siglo XXI). Este rasgo, que los define y aglutina, se despliega de modo generalizado, se opone a todo. Y parece necesario, entonces, comprender en qué consiste esa posición.

La política, señalamos tantas veces, es una zona de antagonismos irreductibles, un territorio de polémicas que no se pueden suturar. Esta concepción, que fundamentamos a partir de Freud (El malestar en la cultura), cumple con los requisitos que exige la investigación psicosocial: respeta los hechos de la realidad, admite la inevitable heterogeneidad social y subjetiva, entiende la riqueza de ciertos modos de la conflictividad y permite sofocar la violencia constitutiva de lo humano. El antagonismo no es la condición de la violencia sino, a la inversa, es la transformación de la violencia en tanto le da figurabilidad, expresión y vías de resolución. La violencia, en todo caso, se despliega cuando prevalece la tendencia a suprimir el antagonismo.

Paradójicamente, quienes abominan de esta categoría (antagonismo), y pretendían imponer por la fuerza un falso consenso durante la presidencia de Macri, son los mismos que persistentemente se oponen a todo lo que, actualmente, plantea y decide el gobierno nacional. Urge, entonces, comprender los caracteres de dicha oposición, algunos de los cuales ya pueden advertirse. En efecto, y además de la generalización ya mencionada, ¿en qué consiste una oposición tan feroz y permanente que hasta es anti-antagonismo? Tres de sus atributos ya comenzaron a delinearse: ostenta una constante contradicción, despliega un discurso falso y enciende la violencia cotidianamente.

La grieta no es el antagonismo. O, en todo caso, es su versión degradada y banalizante, inventada sólo a los fines de estigmatizar todo aquello que cuestione el espejismo neoliberal. Por ello, sus políticos, periodistas y votantes pueden pedir a más no poder que se termine la grieta mientras al mismo tiempo tratan de delincuentes a los K, piden fusilamiento a los políticos, golpean periodistas u homologan a Cristina Fernández con un cáncer. Más que notable es el caso de la periodista Cristina Pérez, quien puede mostrarse acongojada por la grieta, pero luego critica irracionalmente a Alberto Fernández porque propone terminar con el odio.

El nivel de oposicionismo es de tal intensidad que los llamados anticuarentena le dan estatus de oposición al “derecho de contagiar y contagiarse” el coronavirus. Luego alguno intenta otra explicación, y aclara que los manifestantes de la 9 de Julio no estaban allí por la cuarentena sino que cada quien tenía sus motivos: Vicentin, Báez, los dichos del presidente, etcétera. El avance de la irracionalidad es ostensible, sostenido en una dispersión incoherente de consignas y cuya exclusiva unificación es el nivel de odio que los reúne precariamente.

El ejemplo mencionado de la periodista Pérez tiene un hilo conductor preciso con otras escenas, tal como la de aquella mujer que, en una manifestación previa, gritó que prefería contagiarse “antes que hacerle caso a Alberto”. En esa misma línea se ubica la respuesta que dio Patricia Bullrich cuando un periodista le dijo que un infectólogo sabía más. La ex ministra lanzó: “Qué importa que sepa más”.

Todas estas situaciones, hechos y palabras ponen de manifiesto que si el antagonismo supone el desacuerdo entre dos posturas ideológicas o dos argumentos que se contraponen, la grieta instala dos lógicas diversas que difícilmente puedan encontrarse en un debate. Bullrich, por caso, no propuso un saber contra otro saber, sino la desestimación del saber en sí mismo. Allí nace la radical imposibilidad de dialogar, en la postura desestimante que tiene el neoliberalismo, bajo cuya furia caen los políticos y ciudadanos que se orientan en una dirección contraria y, aunque no lo adviertan, muchísimos de sus votantes también.

Aquella desestimación abarca a la realidad, a los afectos y al otro en sí mismo, y no debería ser muy difícil ser conscientes de ello. Sus líderes, periodistas o intelectuales no hablan sobre la realidad, sobre la que siempre pueden coexistir interpretaciones diferentes, sino que operan a la inversa: logran hacer creer que lo que dicen es la realidad. No podría entenderse de otro modo que hace pocos días Mauricio Macri reprochara al actual gobierno haber desmantelado el sistema de Salud, lo cual no difiere de tantas otras expresiones suyas durante su mandato tal como, por ejemplo, cuando aludió al “crecimiento invisible”. Un economista de ese linaje, también en aquellos tiempos, afirmó: “La inflación está en tu mente”.

Cuando el otro sólo pretende desoír la realidad no hay encuentro posible, y el intercambio se asemeja a esos momentos en que intentamos comunicarnos con alguna empresa de servicios y solo obtenemos una respuesta automatizada, con decenas de opciones, pero que ninguna se acerca a nuestra necesidad, y resulta milagroso llegar a dar con un humano.

Dictaminar no ha lugar a las propuestas para terminar con el odio (Pérez), al saber sobre la pandemia (Bullrich) o a la política sanitaria (manifestante), es la vía para encender una violencia sin freno, que se sustenta en la obstaculización del pensar y que conduzca, finalmente, hacia la muerte.

Es inverosímil que los manifestantes de la 9 de Julio, o de anteriores ocasiones semejantes, salieran a protestar contra el gobierno. Ése es sólo un pobre revestimiento que no logra aspirar, ni siquiera, a ilusión. Salieron a gritar, a golpear, a insultar, porque cargar sus mentes, cada día y cada hora, con el combustible de ira que vierten sus periodistas, requiere invariablemente un exutorio.

La suma de los individualismos puede expresarse como muchedumbre rabiosa, pero es incapaz de configurarse como colectivo pues, precisamente, repudian la categorización, la inclusión en un conjunto como parte de éste. Nada será admitido, ni la política sanitaria, ni la política de la pacificación, ni la política del conocimiento. Si odian la cuarentena protectora, es porque subyace un pánico aun mayor, pánico que se despabila con una pandemia que no solo trata de un contagio viral, sino también de un contagio afectivo que amenaza con hacerlos sentir parte de un todo des-diferenciado. Es esta una de las raíces del odio expulsivo que exhiben, un odio del que no pueden deshacerse por más que sus extremidades se sacudan a un lado y otro, por más que sus gargantas encuentren las más delirantes invectivas. Es un odio que sólo tiene un camino consistente en condensar las maniobras singulares del sadismo con el daño propio del masoquismo, tal como Freud detectó, en su momento, en la angustia de los sifilíticos: “Proviene de su violenta lucha contra el deseo inconsciente de propagar su infección a los demás; en efecto, ¿por qué debían estar infectados ellos solos, y apartados de tantos otros? ¿Por qué no deberían estarlo estos?”

El individualismo se ejerce para conservar la omnipotente quimera de no ser parte de un todo humano; de no ser miembro de una especie cuyo mayor rasgo común es el desvalimiento, al que solo pueden vivenciar desde un inenarrable sentimiento de inferioridad. El privilegio económico es de unos pocos, y la mayoría de los individualistas lo saben, pues estos no aspiran al desarrollo económico, sino al degradado privilegio de desconocer la realidad a la que sienten como una herida narcisista. Por eso es que salen a sacudir sus brazos y piernas, en un caos de consignas incoherentes y gritos, pues así sienten, al menos por unos efímeros segundos, que pueden desasirse de su desvalimiento al que pretenden suponer, únicamente, como rasgo de los otros.

Nuestras sociedades, tristemente, se componen de excluidos e incluidos, aunque el debate político se despliega entre excluyentes e incluyentes que atraviesan transversalmente a aquel binomio. En la grieta hay pura diferencia, pura exclusión desestimante; en el antagonismo, en cambio, la diferencia y la oposición se fundan en la inclusión llamada afinidad.

(*) Doctor en Psicología. Psicoanalista. De vaconfirma.com.ar

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