Para Eduardo Trasante, el Día del Padre no es un día fácil. Es pastor y papá de siete hijos, pero perdió a dos de ellos asesinados a balazos: Jeremías y Jairo. Sin embargo, su amor de padre sigue siendo fuerte, incluso con aquellos que no son sus hijos. Es capellán carcelario en los penales de la ciudad y debió librar, como él dice, una gran “batalla interna” en su mente para poder estar cara a cara con dos de los asesinos de su hijo Jeremías. No hay pérdida más antinatural que la de un hijo. El dolor que produce es distinto a cualquier otro, un duelo para el que nadie está preparado. Sin embargo, Eduardo afirma que Dios le dio la orden de que no sepulte a sus dos hijos, sino que los siembre.
“Fueron las semillas más caras de mi vida, pero ya empezaron a dar sus frutos”, dice con abrumadora entereza.
—¿Qué habló con los asesinos de su hijo Jeremías?
—Dos de los detenidos del Triple Crimen pidieron hablar conmigo. Estaban alojados en el pabellón A y en el Nº 8 de la Alcaidía Mayor de la Jefatura. Luego fueron trasladados a Piñero. Después de la muerte de Jere fui a verlos una vez por semana. Fue muy fuerte. Si el individuo cambia su manera de pensar, modifica su forma de vivir. Tratamos de llevar la mente del hombre a un renunciamiento y liberación de cosas que lo llevaron a delinquir y caer en las adicciones.
—¿Fue un desafío poder tomar esa decisión?
—Fue una batalla interna muy dura. Mis pensamientos iban acompañados de mis sentimientos. Todo esto chocaba en mi cabeza. Me preguntaba: ¿Cómo lo hizo? ¿Era él quien portaba la ametralladora? Porque Jeremías fue el único de los tres chicos asesinados que tenía impactos de bala de ametralladora, y un tiro en la sien de calibre 9 milímetros. Traté de librar la batalla y de no ir en contra de mis principios. Los problemas hay que dejarlos en la puerta de tu casa. Creo en el cambio. A algunas personas les cuesta más, a otras menos, y son resultados que pueden durar toda la vida.
—¿Pudo perdonarlos?
—Aprendí a poner en práctica amar y perdonar al enemigo. Pude perdonarlos. La Biblia dice que Dios es juez. Más allá de que tengamos buenos abogados en la causa, el juez y abogado de “mi” causa es Dios y Jesús. Tengo extrema confianza en ellos.
—¿Cómo sigue su vida y en qué cambió?
—Tengo que seguir porque tengo cinco hijos y tres nietos: Gisela, de 29 años; Kevin, de 25; Johnatan, de 17; Catherine, de 15 y Anita, de 12. Me levanto cada día por ellos. Busco cada día de mi vida abrazar la fe, la fortaleza en Dios, que nunca hace las cosas porque sí, más allá de que tenga que enfrentar situaciones extremas como la que pasamos nosotros. La Biblia dice que Dios no nos va a poner una carga más fuerte de las que podamos soportar. Con esa carga viene la fortaleza sobrenatural que es la que me sostiene, y eso me permitió seguir adelante, salir a la calle, a reclamar, a acompañar a familiares de víctimas.
—¿Cómo recuerda a los chicos?
—Hay días en que tengo que respirar muy hondo. El legado de Jere fue sacar a los pibes de la calle. Él integraba el Movimiento 26 de Junio, con Mono y Patom, eran referentes juveniles, y era un trabajo muy rico que yo desconocía que hacía. Tenía una pasión muy grande por el trabajo social, cuando muere se me abrió un panorama que ignoraba y acompañé a los integrantes del movimiento. Jere era más barullero y en los Día del Padre, desde arriba, me empezaba a saludar a los gritos. Jairo era más templado, cariñoso. Fueron hermosos hijos y traté de inculcarles no sólo lo espiritual, sino también respeto, moral y un buen trato hacia la mujer.
—¿Qué mensaje dejaría?
—Nada cambia si no se cambia la manera de pensar. La religión no cambia a nadie, lo que cambia es una apertura sincera y total en la forma de pensar. Un tiempo con Dios uno lo puede tener caminando, manejando. Dios mira el corazón, esa es una de las tareas para la cual fui llamado por él. Poder llegar al corazón de la gente brindándole mensajes de paz, perdón, amor, y donde hay amor todo es posible. Soy agradecido por la bendición de ser padre.
Dos puntas en un ovillo de violencia fatal
En la madrugada del primer día de 2012, un grupo encabezado por Sergio “el Quemado” Rodríguez llegó a la canchita de fútbol del club Oroño, en barrio Alvear.
Habían llegado hasta allí en busca de venganza: estaba tras de quienes habían disparado contra su hijo Maximiliano, por entonces conocido como “el Quemadito” o “el Hijo del Quemado”. Pero en la canchita no estaban los agresores sino tres jóvenes que, ajenos a los hechos, se habían reunido allí después de celebrar el Año Nuevo con sus familias.
Estaban sentados en un banco, y fue lo último que hicieron en su vida: sin darles tiempo a reaccionar fueron acribillados a balazos. Un cuarto amigo logró escapar con vida de milagro: ninguna bala le acertó, y después logró zafar de los tiradores, que lo persiguieron.
Ese triple crimen cambió todo en Villa Moreno. Las marchas que organizó Trasante junto a los integrantes del Movimiento 26 de junio, donde militaba “Jere”, en busca de Justicia, pusieron en relieve la situación de un barrio que venía de décadas de postergaciones cuando ocurrieron los asesinatos.
Pero el pastor Trasante perdió otro hijo: a Jairo, de 17 años, lo mataron el 2 de febrero de 2014 de un disparo en el abdomen. Ocurrió tras una pelea en el bar Chiringo, en Dorrego 1049. Adentro del bar, su grupo de amigos había tenido un encontronazo con otro grupo de chicos que terminó en la puerta del local. Después, Jairo se subió a una moto para volver a su casa de Dorrego al 3800 pero no llegó. A tres cuadras del lugar, desde una camioneta, le dispararon. El joven fue asistido por enfermeras del sanatorio Plaza y luego trasladado en una ambulancia al hospital Clemente Álvarez, donde murió.
El caso es investigado por la Brigada de Homicidios de la Unidad Regional II.