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Dios se puso ambicioso y quiso armar un potrero en el cielo con Diego y el Trinche

Se nos fue Diego. Sin quererlo, el Barba se lo llevó y nos rompió el corazón. Nos llenó de tristeza. Chau Diego, va una lágrima en tu honor.

Murió Diego Maradona. La placa roja televisiva impacta, hace tambalear las piernas, genera un rato de incredulidad y mucha congoja. De pronto, los rostros se entristecieron, las lágrimas pidieron permiso para rendirle homenaje en el anonimato, y el dolor se apoderó de todos.

Diego no murió, nos dejó, que es aún más doloroso. Porque la muerte presume un acto que en la lejanía, cuando no se trata de alguien que amamos, no causa dolor. Pero Maradona es nuestro, por más que los napolitanos lo hayan adoptado como propio, o que en el mundo lo amen, Diego es argentino, con nuestras virtudes y miserias, y su partida, nos deja un vacío imposible de llenar.

El impacto es fuerte. Es que Diego ya había gambeteado a la muerte muchas veces, y muchos imaginaban que como todo héroe, tenía garantizada la inmortalidad. Hay dolor, congoja, melancolía, lágrimas, esas que se reservan sólo para los seres más queridos.

Nos dejó Diego, este desquiciado 2020 nos tenía guardado un golpe al corazón que no se lo vamos a perdonar. Nos duele el alma, las lágrimas afloran sin que podamos contenerlas. Estamos tristes, desconsolados, enojados. Sí, muy enojados.

¿Por qué Maradona fue tan importante para los futboleros? ¿Por qué un tipo con tantos defectos fuera de la cancha puede ser tan querido por propios y extraños? Tal vez la respuesta más perfecta la dijo alguna vez el Negro Fontanarrosa: «No me importa lo que Diego hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía».

Ahí está la razón. Diego fue sin dudas la persona que le dio mayores alegrías a los argentinos en las últimas décadas. Un jugador extraordinario, mágico. Un malabarista con la pelota, con una gambeta indescifrable, con una zurda implacable, y con un corazón más grande que su extraordinario fútbol.

Maradona fue único. Un ilusionista, que invisibilizó su «otra zurda» para meterle la mano en el bolsillo a los ingleses y robarle algunas de las tantas monedas que nos piratearon. Maradona es esa apilada memorable, desparramando ingleses por el suelo del Azteca para vengarse por los pibes de Malvinas. Es ese relato único de Víctor Hugo que nos eriza la piel cada vez que lo escuchamos. Es esa Copa del Mundo bien alta, que nos hizo golpear el pecho de orgullo.

Maradona fue abanderado de los argentinos. El que peleó con el tobillo magullado en el Mundial 90 y sacó la cara por nosotros cuando los italianos nos silbaron el Himno. Ese que lloró como cada uno de nosotros por una final donde quedó la sensación de despojo.

Diego fue nuestro. Nos hizo creer por un rato que realmente éramos los mejores del mundo. Y lo fuimos, porque nunca fue mezquino con sus logros deportivos, siempre fueron para su pueblo, en Fiorito, con la pelota de trapo; en México, con la albiceleste en lo más alto levantando la Copa del Mundo; en Nápoles, donde le mojó la oreja a los poderosos del norte, que lo honraron con videos de despedida como a todo gran adversario.

Diego fue pueblo. Se le plantó al poder como ninguno. Tal vez alguna vez eso lo sacó de un Mundial, pero nunca claudicó a sus ideas. Maradona con la albiceleste y el tatuaje del Che es una imagen que resume sus ideales, esos que los llenaron de enemigos, pero también generaron el amor de la gente.

Se nos fue Diego. Dios se puso ambicioso este año y quiso armar un picado único en el potrero del cielo. Y en su equipo eligió al Trinche y a Diego, para la envidia de todos. Pero sin quererlo nos rompió el corazón, y nos llenó de tristeza. Chau Diego, va una lágrima en tu honor.

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