“El CNE es el árbitro que desarrolla el proceso, pero el voto es de cada quién. El CNE no puede saber por quién usted votó. El CNE no puede cambiar los votos, no los cambia. Eso podemos decirlo con firmeza. Ahora de quién depende el proceso, para que lo tengamos claro, usted puede ser testigo, usted puede ser miembro de mesa. El proceso electoral está en manos de los miembros de mesa, de los testigos, allí es donde está la clave del proceso. Las trampas se hacen si no están los testigos, si no estamos ahí vigilantes”.
Esta definición no pertenece a Nicolás Maduro ni a ningún otro dirigente chavista. Al contrario, fue pronunciada por Henrique Capriles el viernes cerca de la medianoche venezolana en la pantalla amiga de Globovisión, a punto de que comenzara la veda electoral que nadie respetó. Tiene, con todo, un contexto que hay que citar: el gobernador de Miranda también se quejó, con buenas razones, de las continuas inconductas del chavismo durante la campaña y de la parcialidad del Consejo Nacional Electoral (CNE) que debe actuar como árbitro. Omitió, eso sí, las travesuras de su sector y de los medios que les son afines, menos masivas.
No obstante, esos dichos, sumados al consenso de analistas y periodistas opositores acerca de las fortalezas del sistema electrónico de voto y escrutinio, llevan a preguntarse por la insistencia de Capriles en sugerir un fraude y en lanzar un plan de lucha para que se revise la totalidad de los comprobantes impresos que emiten las urnas.
Por un lado, el opositor responde a una exigencia de sus votantes, quienes, dada la mínima diferencia registrada el domingo y su hartazgo ya sin retorno con el chavismo, están convencidos en su gran mayoría de haber sido robados. Por el otro, reacciona a los elementos más recalcitrantes de la Mesa de Unidad Democrática (MUD), que tras los comicios del 7 de octubre que había ganado Hugo Chávez le reprocharon a Capriles lo que entendían como una sospechosa tibieza frente al enemigo. En tercer lugar, aprovecha la coyuntura para alertar a la comunidad internacional sobre las desprolijidades, por ser suaves, en las que el chavismo no duda en incurrir: uso de la maquinaria del Estado en beneficio propio, silenciamiento de la oposición y propaganda oficialista abierta en los medios públicos, un lenguaje descalificador, una estrategia de miedo consistente en denunciar al menos un grave complot, sabotaje o intento de magnicidio por día.
Sin embargo, el casi completo reconocimiento internacional a Maduro, con la solitaria reluctancia (por ahora) de Estados Unidos y la presión desatada por el chavismo, que amenaza abiertamente con destituirlo de su cargo estadual e, incluso, con mandarlo a la cárcel, parecen condenar su ofensiva. Un indicio de esto lo dio el propio Capriles el martes al desistir de la megamanifestación que había convocado para ayer frente al CNE en Caracas, una medida sensata dados los graves hechos de sangre de las últimas horas. Con moderación, acaso augurio de nuevos gestos para recoger la línea, el opositor de 40 años y promisorio futuro trocó esa convocatoria por un nuevo cacerolazo contra el “presidente ilegítimo”, que atronaba nuevamente la noche del miércoles en las calles de las principales ciudades venezolanas.
De más está decir que el chavismo se permite amenazar con detener a Capriles y otros dirigentes opositores como una forma extrema de presión, que difícilmente cumplirá mientras los líderes internacionales que dan aire a la posición de Maduro comenzaban a llegar a Caracas para asistir a su investidura. Además, llevar a cabo ese extremo muy probablemente sumiría a Venezuela en un profundo pozo de violencia.
Es que Maduro también debe ceder a las presiones. Ser el hombre que estuvo a punto de perder la Revolución Bolivariana, el que por sus torpezas no supo aprovechar el impacto anímico de la muerte de Chávez, lo ha dejado debilitado ante sus rivales internos en el PSUV. Sobre todo frente al poderoso presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, quien habló abiertamente de “errores” y de la necesidad de una revisión profunda.
Esa concesión al entorno por parte del presidente electo quedó patente en lo que fue su reacción inicial tras conocerse el resultado del domingo. De sus dichos y de los de Capriles surge que había un incómodo entendimiento: el opositor aceptaba que se anunciaran los guarismos, pero el primero autorizaba un recuento del 100 por ciento de los votos. Sugestivamente, el lunes esa postura conciliadora de Maduro se había evaporado.
Realizar ese conteo sería un buen modo en que Maduro podría restaurar una legitimidad más plena y tender, sin costos, puentes hacia los más de 600.000 ex votantes del chavismo que cambiaron de bando el domingo. ¿Alguien le ata las manos para privarlo de esa posibilidad? Sería una demasía afirmarlo.
El futuro podría llegar para Maduro mucho antes de los seis años previstos para su mandato. Recuérdese esto: el artículo 72 de la Constitución autoriza un referendo revocatorio “transcurrida la mitad del período para el cual fue elegido el funcionario o funcionaria”. Una tentación demasiado grande y a mano de una oposición tan crecida.