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Dos ciudades en las que conviven también los que están a punto de caer del mapa

No hay fronteras para quien mira sin mirar, pero si usted conoce algo del arte de observar verá que hay ciertas cosas que ofician de frontera , por ejemplo, una avenida transitada, un potrero o una vía. También las de aquellos que viven sin oportunidades en medio del covid y el olvido

Lic en Trabajo Social Franco Morini/ Colegio de Profesionales de Trabajo 

Camino al barrio la ciudad va mutando. A veces cuadra por cuadra, de manera lenta y casi insospechada, otras veces de a saltos abruptos que irrumpen sin aviso ante los ojos de quien la recorre. Cambian las calles, las casas. Cambian las caras y sus gestos. Sin embargo pienso, la ciudad es una sola. Sin embargo me pregunto ¿La ciudad, es la misma?

No hay fronteras para quien mira sin mirar, pero si usted conoce algo del arte de observar verá que hay ciertas cosas que ofician de frontera (simbólicas fronteras y no tanto), por ejemplo, una avenida transitada, un potrero o una vía. Las vías son, por excelencia, fronteras internas en cualquier parte del mundo (o al menos en este mundo al que trato de referirme). 

Retomo mi camino al barrio, y digo barrio como quién dice margen, orilla o periferia; la cara oculta de la ciudad o el pan de cada día de noteros y noteras empleados por los grandes medios de (in)conmunicación. 

Llegando al barrio nos adentramos en esa otra geografía donde las viviendas desconocen los ladrillos, y el viento y la lluvia son la fiera que acecha siempre con llevarse todo puesto. Es ahí donde todo parece degradarse. Las condiciones materiales de ciertas existencias se asemejan a la más cruda de las intemperies. El barro hasta las rodillas, agua podrida y estancada, el tren que amenaza pasando finito, los milicos verdugos traídos del norte.

El búnker 24-7 custodiado por soldaditos con fecha de vencimiento, los guachines en pata en pleno invierno, los carros cargados de basura ajena, la noticia de un pibe muerto a balazos o que ahora «caga en bolsita» y que seguro aprendió la lección. Todo se degrada. Lo humano se degrada. Que a tal la mató el novio a incontables puñaladas. Que el abuso es moneda corriente. Que no existe estómago donde el hambre no habite, y para colmo de males el covid dice presente. 

Entonces uno (que elige patear el barrio o en términos académicos «trabajar en territorio») siente que la desesperanza lo muerde en el costado y que su caja de herramientas es puro alambre que nada arregla. Pero después del llanto o de escribir (que es otro llanto), uno para la pelota y recuerda. Recuerda que uno de los pibes terminó la escuela, que una de las pibas se enamoró del fútbol, que otra toca el repique como los dioses, que los pibes rapean y eso es poesía, que otro pegó laburo y se está drogando un poco menos. Recuerda que hoy el mate cocido estaba calentito y que alguien por eso dijo gracias cuando debería, por supuesto, gritar justicia. 

Uno recuerda como quien desenreda un ovillo y se encuentra inmerso en esa trama, en esa trama tan entramada que es el drama cotidiano de quienes solo conocen el triste destino, de ser siempre, lxs empujadxs del mapa.

 

 

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