Por Daniel Fernández Lamothe
No me dio alegría que haya muerto Menem. No me dio bronca que haya muerto. Me dio y me sigue dando una intensa furia que haya existido.
Su sorprendente transformación en los primeros días de su llegada a la Casa Rosada me dejó muy confundido. Rápidamente, a poco de aquel 8 de julio de 1989, se olvidó de todas sus promesas de campaña e hizo exactamente lo contrario. No es que se haya olvidado ni fue una picardía política; sabía muy bien de qué se trataba su gestión: reducir el gasto público, facilitar los impresionantes negociados que ofrecía la privatización de las empresas públicas, inclusive las de estatus estratégico de gran valor para el sostenimiento de la soberanía nacional, frenar cualquier intento de desarrollo productivo para generar una mayor demanda de ocupación a bajo costo, entre otras cosas. Esto en el marco de una elevada cantidad de medidas que corrían en ese mismo sentido.
Esta fue la segunda vez que el peronismo nos pone su peor costado a los argentinos. El primero, no se puede negar que, aun habiendo algunos pocos beneficios para los sectores más necesitados, fue profundamente antipopular. Hechos de distinta magnitud exhibían el piedra libre que la muerte de Perón (01/07/1974) puso a jugar en el seno del Movimiento Nacional Justicialista.
Amparados por nefastos funcionarios del gobierno, miembros de distintas organizaciones internas de la derecha peronista, comenzaron un trabajo violento contra opositores, que fue escalando hasta lograr la formación de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA). A este accionar político se suman las medidas económicas más nefastas del siglo hasta ese momento.
Llegó finalmente el estallido con el llamado Rodrigazo. Celestino Rodrigo, ministro de Economía de aquel gobierno, impulsó impactantes medidas que incluyeron una fuerte devaluación del peso, aumento de hasta el 180% en los servicios públicos, transporte y combustibles y topes a los aumentos salariales ya acordados. Las medidas pusieron la inflación en el 182% en 1975 y provocaron un daño económico que llevó mucho tiempo superar y un daño social, cultural y político que, mientras no haya un cambio serio, seguirá perjudicando a los argentinos.
Así, tenemos dos momentos (relatados en forma muy sucinta e incompleta) en que el movimiento popular argentino por antonomasia patinó y quedamos mirando al sur. Escribir esto no me causa ningún placer ni me sale un ególatra “te lo dije” (porque espero no tener que decirlo); es más, quisiera equivocarme.
Aunque es pronto decirlo, no creo que el presidente esté convencido siquiera de tomar su plataforma electoral y abordar para su concreción los puntos más salientes que tengan una íntima relación con las famosas y justificadísimas tres banderas: independencia económica, justicia social y soberanía política.
Pero este movimiento popular argentino ha llegado a serlo por antonomasia gracias a acciones politicas favoreciendo al pueblo, al más necesitado, a la industria nacional, entre otros sectores. No ha hecho la revolución, pero sólo porque no la cree necesaria. Pero todavía estamos esperando un gobierno como el del 46 al 52 o, aunque sea, sostener uno como el de 2003 al 2012 y no dejarlo a la buena de Alberto, que no es ningún dios, claro.
Hay muchos compañeros peronistas que después de un año de gobierno no ven bien cómo se está llevando adelante la gestión oficial en algunos aspectos: la poca capacidad de respuesta ante las provocaciones de la oposición, la falta de reacción ante las disposiciones arbitrarias de miembros de la Justicia, el por qué no encarar con firmeza los juicios a los miembros de la Corte o de la Procuraduría. El afloje ante el reclamo de grandes productores agrícolas sobre el aumento de las retenciones que no fue.
Estas y otras cuestiones están siendo difíciles de tragar por la militancia peronista y sus dirigentes. Ya están hablando de ocupar las calles y reclamar una toma de posición más rígida ante la oposicion. ”No se puede, la pandemia”. “Hay que escuchar a los que mandan”. Parece mentira, pero esas directivas suaves, aparentemente democráticas, supuestamente dialogueras, desmovilizantes ya las vimos y las criticamos en el 55 y en el 2015.
A un pueblo que quiere cambios para mejorar su desgraciada vida no se le puede hablar de paz, de esperanza, de confianza y de fe. Es necesario politizarlo mediante prácticas al efecto de que lo lleven a ganar experiencia e ir tomando conciencia de lo que quiere y de lo que puede lograr. De lo contrario, estaremos en el tercer episodio de esta serie de frustraciones.