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Las reflexiones de «Cae la noche en Bucarest»

Dudas y reflexiones a la hora del rodaje, en interesante indagación sobre filmar y su relación con la vida misma, en el fime rumano que se puede ver en las salas locales.

Es evidente que en Cae la noche en Bucarest, tercera película de Corneliu Porumboiu vista en Argentina luego de Bucarest 12:08 y Policía, adjetivo, dos interesantes indagaciones de momentos inciertos –uno más colectivo, otro individual– de la vida contemporánea en Rumania, vuelve por sus fueros apostando a desarrollar aún más concisamente un relato, valiéndose de momentos en apariencia triviales para que desde allí surjan interrogantes y sutiles reflexiones acerca de aquello que ocupa la cabeza del realizador.

En el caso de Cae la noche en Bucarest se pone en consideración las vicisitudes que rodean la puesta en práctica de un rodaje, poniendo el acento más en la desazón que muchas veces produce, que en los incentivos subyacentes a partir de lo que supone una tarea emprendida con ánimo y decisión. Esas instancias de ensayo están aquí circunscriptas fundamentalmente al director, a una actriz y a la productora, y a la relación que se establece entre ellos fundada en repetidos engaños cotidianos y hasta de mínima valía pero cuyo engranaje permite que esa orquestación de realidades establezca un mapa de situación, profundo y nítido a la vez, sobre cada una de esas particulares debilidades –y hasta mezquindades– con que se afronta la vida misma o los embates que produce un rodaje en ciernes para cierto tipo de personas; aquí, claro, esas personas son el director y la actriz que poco se conocen y llevan como pueden una relación sentimental apoyada casi exclusivamente en lo sexual, con todo lo que esa inclinación despierta en los iniciados: entrega y/o cautela,  desconfianza, deseos de sujeción, temores de implicancia, y hasta demoledores celos.

De lo que se vale formalmente Porumboiu para este relato es de una serie de planos secuencia de mediana duración (son diecisiete de cinco minutos cada uno aproximadamente y sin montaje entre ellos) que permite que de las contingencias desprendidas de cada situación, es decir, de todo lo que decante de cada plano secuencia, vaya surgiendo la espesura propia de un comienzo de rodaje, de los recursos posibles (o adecuados, o acertados) a la hora de plasmar el guión; sobre el lugar del realizador y de su relación con los actores, y hasta de una posible desaparición del cine como expresión reconocida, o de un modo de hacer cine como lo señala el director en conversación con su actriz sobre su preferencia del 35 mm sobre el formato digital, que coarta la extensión de los planos.

El hallazgo de Porumboiu es dotar a sus criaturas de un sinnúmero de dudas acerca de cuál es la posición menos sometida a los avatares de lo efímero que implica, muchas veces, filmar, y, por el contrario, las dudas acerca de lo que iría a ocurrir si ese mismo rodaje se prolongase indefinidamente. Dudas que tendrán lugar mediante subterfugios o meras y equívocas interpretaciones de pareceres durante el tiempo en el que se interrumpe el rodaje y Paul, el realizador, manifieste sentirse enfermo del estómago, dolencia que tendría origen en una gastritis y a partir de la cual sufrirá encontronazos con su productora, que alardea su visión pesimista del asunto –es decir, la continuidad de la película– enrostrándole la condición de mentiroso cada vez que se cruzan.

Ese alto, ese espacio de tiempo suspendido en la filmación, será el detonante para que los protagonistas diriman sobre el lugar que representa cada uno para el otro a partir de la circunstancia que los puso allí. Muy loable resulta la decisión de Porumboiu de elidir la siempre tentadora opción de mostrar escenas de sexo; en Cae la noche en Bucarest, el plano de una puerta apenas entreabierta mientras se escuchan los escarceos amorosos detrás resulta de una admirable contundencia por la capacidad de sugerir y la posibilidad que da al espectador de imaginar, rebatiendo de esta forma los estándares más rebuscados del cine contemporáneo.

Es entonces en toda esta suerte de libres indagaciones sobre las posibilidades creativas del cine que Cae la noche en Bucarest adquiere una resonancia que difícilmente se encuentra hoy en el cine de cuño occidental; búsqueda que también se solaza con la dimensión interior de hombres y mujeres una vez confrontados con sus temores a decidirse a ser por lo que piensan sin importarles lo que vendrá o por lo que el resultado inmediato de esas decisiones acarree. A lo que habría que agregar una precisa economía narrativa –los planos se suceden y el film acaba en hora y media sin demasiados aspavientos– capaz de hacer plausibles los detalles de esa cotidianidad conformada a veces por diálogos banales acerca de los significados de comer con utensilios o con las manos, o de qué pasa luego de un fin de rodaje durante el cual director y actriz mantuvieron un romance. Rasgos de un film que piensa el cine alejado de cualquier espectacularidad.

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