Por Margarita Pollini, ámbito.com
Hoy es uno de los luthiers argentinos más reconocidos del mundo, pero para el santafesino Eduardo Gorr, radicado en Cremona desde hace más de dos décadas, todo empezó en la infancia, y como un juego, como una pasión temprana por la construcción que lo llevaba a armar sus propios juguetes. Eduardo nació en Las Rozas, en 1965, cursó sus estudios en el Instituto San Martín y violín en la Escuela de Música, ámbas de Rosario. Ya en la adolescencia se fue volcando cada vez más seriamente a la luthería, guiado por Aurelio Puccini en Rosario y el prestigioso florentino Alfredo Del Lungo en Tucumán.
Aunque ya estaba jubilado en la escuela fundada por él, Del Lungo accedió a darle clases particulares, y asombrado por los progresos y dedicación del joven Gorr, lo impulsó a emigrar a la ciudad de Amati, Guarneri y Stradivari para estudiar en la Escuela de Luthería. Tras un año en esa institución, Gorr decidió seguir investigando y enriqueciendo sus conocimientos con el estudio de su especialidad y también con la práctica (es ejecutante de viola da gamba).
Sus instrumentos modernos y barrocos han ganado importantes premios, y son requeridos por grandes violinistas, como los argentinos Pablo Saraví y Manfredo Kraemer, el uruguayo Fernando Hasaj (fallecido en 2010), el finlandés Sakari Tepponen y el chileno Freddy Varela Montero. Dialogamos con él:
Periodista: ¿Cómo llega Cremona a constituirse en el epicentro mundial de la luthería?
Eduardo Gorr: Cremona estaba en una zona de tráfico de mercaderías que llegaban de Oriente, se conseguían materiales, era una ciudad comercialmente importante. El violín tiene aparentemente su origen en la cultura hebrea, y Crema y Cremona tenían «ghettos» muy importantes. Incluso hay una hipótesis que afirma que el «padre» de la tradición cremonesa, Andrea Amati, era un hebreo que vino de España. En Brescia y aquí surgieron los primeros violines con la estructura actual.
P.: De Stradivari en adelante, ¿cómo continuó la tradición?
E.G.: El período de oro se dio hasta la primera mitad del 700, luego fue decayendo y en el 800 prácticamente no hubo actividad en ese ámbito en Cremona, Francia se transformó en el eje económico y cultural de Europa y la luthería no fue la excepción. A principios del 900 la luthería cremonesa volvió a despuntar, pero nunca comparable con el período clásico. Luego, gracias a la voluntad de Fernando Sacconi, el restaurador más importante del siglo XX, se creó la escuela que existe actualmente.
P.: ¿Es verdad que construyó un avión?
E.G.: Desde chiquito mi otra pasión fue el aeromodelismo, y siempre tuve el sueño de hacer un avión para volar yo. Cuando tuve las cosas resueltas aquí empecé a volar en parapente, y luego de casualidad encontré un artículo sobre un motoplaneador de madera cuyo proyecto estaba en venta, lo compré, y luego de mucho trabajo hice un vuelo de prueba exitoso y lo usé muchas veces.
P.: ¿Se puede modelar el sonido de un violín?
E.G.: Hasta cierto punto. Sabemos que cierto tipo de bombaturas, que son las curvas externas, o determinada combinación de espesores, empujan el sonido en determinada dirección, que cierto tipo de madera reacciona de cierta manera, aunque hay un factor no racional que a mí me llevó muchos años aceptar. Siempre había intentado justificar cada cosa que hacía desde un punto teóricamente sostenible, pero esa sustentabilidad era ilusoria, porque la madera es un material totalmente des-homogéneo, y nunca hubo un estudio concreto de física acústica que diera un lineamiento racional para lograr un Stradivarius. Cuando me di cuenta de eso empecé a dejarme guiar por la sensibilidad, y mis instrumentos sonaban cada vez mejor. Coincidió con mi acercamiento a la meditación, descubrí el mundo detrás de lo racional y lo apliqué a la luthería: si la mano me dice que hay que rascar unas décimas de milímetros más, aunque la cabeza me diga que no, lo hago. Busco la sensación, la expansión del cuerpo, un estado placentero que me dice «Así está bien, no lo toques más». Siempre hay parámetros invariables, pero en las cosas que hacen a un instrumento de mucha calidad, la cabeza no funciona: es la percepción corpórea y emotiva. Y los músicos me lo confirman.
P.: ¿No se corre el riesgo de no poder repetir algo que salió bien?
E.G.: No, porque el proceso interior es siempre el mismo, simplemente hay que confiar en él. Hace poco probamos cuatro violines míos hechos en un lapso de aproximadamente 3 años, y por momentos parecía el mismo. Eso demuestra que el proceso intuitivo, no racional, no es para nada aleatorio y que el recorrido es siempre coherente consigo mismo.
P.: ¿Qué parámetros que se tienen en cuenta para decidir que un violín es mejor que otro?
E.G.: Para mí es la elasticidad expresiva, para otros es la potencia, pero yo creo que un violín potente que sea expresivamente rígido no sirve para nada.
P.: ¿En la luthería hubo una evolución técnica?
E.G.: El trabajo de los buenos colegas de hoy tiene un nivel de precisión superior a un Stradivarius. La diferencia es que esos violines tienen 300 años de ser tocados por los mejores intérpretes de cada época, porque siempre fueron objetos de mucho valor, mantenidos por los mejores luthiers de cada momento, y el violín tiene esa cosa inexplicable de que si lo toca durante un año un buen músico suena mucho mejor. Por eso creo que dentro de tres siglos los mejores instrumentos actuales van a sonar mejor que un Stradivarius hoy.