Conocí a Eduardo Jozami por intermedio de Horacio González, a quien, a su vez, había conocido gracias a Liliana Herrero. Fue en la Biblioteca Nacional, en 2017, donde había ido a escuchar a González aprovechando un viaje de un par de días a CABA, en una charla donde el sociólogo recorre las diferentes etapas de su vida con la profundidad y la gracia que lo caracterizaban. Me acerqué a González un poco antes del comienzo mientras él charlaba con Jozami; me lo presentó diciendo que yo era un rosarino que admiraba a (Rodolfo) Walsh, porque debo haberle dado esa impresión cuando estuvo en Rosario junto a José Pablo Feinman presentando Historia y pasión, un libro que recoge conversaciones de ambos en la Biblioteca Nacional. Me los presentó Juan Sasturain, a quien yo debía acompañar en la presentación de uno de sus libros en la Feria que tenía lugar en el ECU (Espacio Cultural Universitario).
No sé ahora por qué razón durante lo que muy pronto se convirtió en una charla –este cronista más con la curiosidad de la escucha que otra cosa ante las edificantes conversas cruzadas de ambos pesos pesados– desembocamos en Walsh, pero lo que recuerdo es que coincidíamos con González en que la literatura del autor de Quién mató a Rosendo había ganado practicando su periodismo de investigación. Luego de darme la mano Jozami me miró y me preguntó a bocajarro dónde creía yo que estaría Walsh si hubiese vivido hasta ese momento. Y agregó que era una pregunta que solía hacer porque siempre le había costado pensar en un Walsh del futuro, toda vez que creyó que el autor de Operación masacre había trazado su propio destino, y que eso duró hasta caer en manos de sus asesinos.
En verdad no recuerdo exactamente qué respondí, seguramente que si vivía, y si estaba en Argentina, estaría oponiéndose de alguna forma a las políticas de hambre del macrismo de entonces. Le comenté que había leído La palabra y la acción, el libro donde traza un minucioso recorrido sobre la trayectoria política y literaria de Walsh y en esos pocos minutos que charlamos me dijo que era muy difícil mencionar a alguien que llevara a buen puerto el legado de Walsh, dijo que tal vez (Martín) Caparrós –mi cara de asombro debe haber sido de caricatura, puesto que insistió: “…sí Caparrós, dije…”– porque en las crónicas su estilo es producto de relacionar los hechos investigados y no contarlos de primera mano –tal vez sus palabras no fuesen realmente esas, pero sí la idea–, pero que estar tan del otro lado de la trinchera lo había echado a perder.
Al saber que yo era periodista me contó que había sido secretario general del gremio porteño a mediados de los 60 y que en ese tiempo había internas feroces, pero que sobre todo eran internas de izquierda, Cuba, China, la revolución. La llegada de otra gente hizo que todo terminase ahí. Antes de despedirme le dije que en algún momento me gustaría conversar sobre su militancia, a modo de entrevista, y de su trabajo con Walsh en el periódico de la CGT de los argentinos (siempre me tentó hablar con quienes conocieron a Walsh y estuvieron cerca o trabajando juntos), y también tenía curiosidad por cómo había trabajado la biografía del periodista, escritor y militante. Me respondió que cuando yo quisiera y que solo tenía que llamarlo a un número que me anotó atrás de una entrada de cine de Zama –ya usada–, la película de Lucrecia Martel, que todavía conservo.
Una sensación me perseguiría a lo largo de ese día y otros, era la íntegra personalidad de Jozami, su aplomo, su atenta escucha, algo que tienen ciertos tipos y algunos militantes, como si lo dicho siempre fuera el resultado de meditadas reflexiones, y eso es lo que más respeto me despierta, sobre todo cuando en general la mayoría cede a la ansiedad de decirlo todo, aunque solo se trate de algo que se escuchó por allí y no sirva para nada. Vería a Jozami ese mismo año unos meses más tarde, en Rosario, cuando se cumplían 40 años de una de las misivas más famosas de la Historia argentina, la Carta de un Escritor a la Junta Militar. Jozami había venido invitado por el Sindicato de Prensa Rosario para charlar con estudiantes de periodismo y comunicación. Sólo pude saludarlo esa vez –porque no había tenido tiempo de preparar ninguna entrevista–, pero me llevé igual esa impresión primera.
El último libro que leí de Jozami fue 2922 días: memorias de un preso de la dictadura, donde cuenta parte de los ocho años que estuvo encarcelado –desde su detención en 1975 hasta su liberación en septiembre de 1983– durante la dictadura cívico-militar genocida, otro relato del horror narrado desde una primera persona, eludiendo cualquier golpe bajo y buscando transparentar su protagonismo a través de una mirada crítica sobre ese complejo pasado y sobre las ideas que dominaron una época. Esa integridad mencionada más arriba, es la que atraviesa los pareceres sobre, nada menos, la represión, la tortura y la muerte en este libro que puede leerse como crónica, testimonio, crítica política y anecdotario de esos tiempos aciagos. El rescate de su personalidad y acciones que hicieron figuras de diversos ámbitos fueron confirmando las sensaciones que yo guardé de aquel primer encuentro. A continuación, describo algunos de los momentos que jalonaron su cuantiosa, rica y dolorosa historia de vida y militancia.
Tempranamente, Jozami estuvo secuestrado casi una semana, fue en 1972, situación sobre la que luego diría que había zafado milagrosamente. Ya en 1975 nada fue igual y estuvo confinado hasta 1983 como preso político. Durante ese tiempo fue trasladado innumerables veces de penal y hasta habitó el conocido como “pabellón de la muerte” en La Plata. Muy joven todavía, había trabajado como periodista en el diario Clarín junto a nada menos que Raúl González Tuñón y Juan Carlos Portantiero, compañía que le permitió ingresar a un nuevo universo cultural y también político. A través de Portantiero comenzó a leer a Gramsci en profundidad y no pocas veces admitió que su mirada política ya no sería la misma.
Fascinado por la Revolución Cubana, a inicios de los sesenta se afilió al Partido Comunista, desde donde se impulsaría su candidatura a secretario del gremio de prensa. Poco después viajaría a China y Cuba. Jozami, el Turco, como lo conocían muchos, aparece mencionado en los Diarios del Che en Bolivia. Había sido convocado por el propio guerrillero para sumarse a sus filas, pero unos días antes, estando en Cuba, se entera de la muerte de Guevara, lo que para él fue una tragedia enorme, no solo por la pérdida de la vida del revolucionario sino porque ansiaba reunirse con él y participar de ese proyecto, según contó en oportunidad de dar un testimonio oral en la Biblioteca Nacional. También había admitido en esa ocasión que poco después de la muerte del Che, había llegado a la conclusión de que la teoría del “foco armado” en Bolivia estaba lejos de tener las posibilidades que tuvo en Cuba, puesto que eran contextos diferentes y el apoyo popular había sido diametralmente distinto.
Junto a Walsh y desde el periódico de la CGT de los Argentinos dieron cuenta de las puebladas conocidas como el Cordobazo y el Rosariazo y fogonearon la creación de agrupaciones sindicales de base. Al peronismo todavía lo miraba con desconfianza, sobre todo a quienes conducían buena parte de los sindicatos bajo esa bandera. Finalmente, en 1974 se integró a la organización Montoneros. Luego del pase a la clandestinidad de la agrupación, en septiembre de ese mismo año, comenzó a militar en la Juventud de Trabajadores Peronistas y participó en el armado del Partido Peronista Auténtico.
Sobre fines de 1975 fue apresado y pasaría ocho años en cautiverio, después de lo cual se exiliaría en México. Esos días aciagos entre rejas son los que relata en el libro 2922 Días, Memoria de un Preso durante la Dictadura, días terribles por donde se los mire, puesto que al poco tiempo de caer, su mujer, la periodista y militante montonera Lila Pastoriza sería secuestrada por los grupos de tarea de la Esma y torturada en sus sótanos. Afortunadamente, Pastoriza sería una de las sobrevivientes de ese centro clandestino y sus testimonios sirvieron para condenar a muchos de los esbirros y criminales de la Armada.
En México Jozami escribiría el primero de sus diez libros publicados, Crisis de la dictadura argentina. Política económica y cambio social (1976-1983). De regreso al país en 1985, intentó rearmar el Bloque Peronista de Prensa con consignas que respondían a las del principio de la década del 70 y al mismo tiempo dio forma a la Agrupación de Prensa Rodolfo Walsh. Ya en pleno funcionamiento otra vez su pasión por la política y la cultura, dirigió publicaciones de ese tenor como Crisis (1987-1989), Informe de Situación (1990), Señales (1991-1993), El Caminante (1995/99) y La Trama (2005). En los 90 fue uno de los promotores de lo que se llamó Frente Grande, retomó la actividad docente en Ciencias Sociales de la UBA y en la Universidad de 3 de febrero. En sintonía con el kirchnerismo, participó del foro de pensamiento crítico Carta Abierta, sobre todo de sus debates ideológicos y fue nombrado director de derechos humanos en el Ministerio de Defensa. También sería diputado porteño en 1998.
En 2014 también fue nombrado director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en lo que fuera el centro clandestino de la ex ESMA. Más acá en el tiempo, ya con el actual gobierno, el Turco Jozami fue uno de los que participó en el abrazo a la agencia de noticias Télam cuando Milei la cerró; en ese momento había dicho estar muy preocupado por lo que veía venir en las políticas oficiales y señaló la urgencia de pensar en una unidad nacional amplia que permitiera enfrentarlas, “con todos los sectores que entiendan que se debe resistir el avasallamiento criminal del gobierno mileísta”, según señaló en declaraciones a los medios que cubrían el cierre de la agencia nacional de noticias.
De su encarcelamiento había dicho en una entrevista: “…preso hay que sostenerse y pensar que no se está perdiendo el tiempo. Y la manera más razonable que yo encontré de no perder el tiempo fue leer y escribir, pero sobre todo darle a eso una formalidad. Una disciplina. Por ejemplo decía «a esta novela tengo que terminarla mañana». Y si de pronto me había entretenido hablando con el de la celda de al lado y no había leído, lo sentía como una falta. «Vos no cumplís con lo que tenés que hacer», me decía…”. Bien puede verse entonces que, aun en las condiciones más apremiantes, lo que había era pura integridad, y es posible deducir que hasta sus últimos días esa integridad estuvo intacta.
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