¿Cómo educar en la cultura del exitismo que nos quiere doblegar hacia el pragmatismo superficial?
Marcelo, soy docente de ajedrez en el nivel primario (niñas y niños de entre 8 y 10 años) y me cuesta muchísimo debatir con cada grado el hecho del resultado adverso y de cómo un proceso de aprendizaje se ve enjuiciado sólo por el tanteador final. Gané o perdí, es lo primero que contamos porque es a lo que mayor prioridad le damos.
Las chicas y los chicos juegan al ajedrez, y si ganan gritan, festejan y señalan. Mientras que si pierden cuesta que quieran armar el tablero y volver a comenzar. Acusan que se aburrieron, que no les gusta, o preguntan cuánto falta para el recreo.
A menudo algún familiar les enseña el jaque mate pastor y lo repiten como autómatas para multiplicar su productividad de victorias en función del tiempo, sin importar si aprenden o se divierten en el transcurso de cada partida. Si funciona, ya está. Nada de sumar recursos, volvernos versátiles y hábiles en la resolución de nuevos conflictos, probar nuevos mecanismos para ver dónde nos sentimos más estables y alegres, de qué forma colaborar para que nuestro contexto y nuestros vínculos también crezcan y nos retroalimenten. No, eso no es importante. Primero ganar.
Y ojalá esto que cuento fueran características que cruzan exclusivamente el aula de un docente que no sabe cómo problematizar y promover nuevas miradas acerca de un juego. Pero no, lo que relato no es más que un reflejo de la estructura que propone el sistema en el que vivimos.
El año pasado y ante un conjunto de acontecimientos similares pensé en escribir algo como esto, y quizás el universo me paró delante de la misma puerta para que por fin me siente a tipear las líneas que siguen.
En aquel entonces Leeds había perdido la oportunidad de ascenso directo y se veía obligado a jugar un reducido en el cual podía –y así sucedió– quedar trunco el objetivo de “los blancos” de pertenecer a la máxima categoría del fútbol inglés.
Ayer Leeds perdió su cuarto partido, entre los últimos cinco disputados, y aunque permanece por diferencia de gol en condición de ascenso directo la ventaja sobre sus perseguidores se esfumó, con lo cual los cuestionamientos acerca del método otra vez vuelven a hacerse eco y el jaque siempre llega por el fantasma del exitismo numérico. ¿Centrarse en las competencias adquiridas, en la belleza generada, en lo que el largo plazo ya mostró que propicia en aquellos que tuvieron el privilegio de estar en tus filas? ¿Para qué? Si al fin y al cabo la última ratio de las misiones no se obtuvo.
Cuando hablamos de situaciones laborales, las primeras dos preguntas que nos hacen siempre son las mismas: cuánto ganás y cuánto tiempo trabajás. Y demás está mencionar todo tipo de patologías que se le asignan a alguien cuando osa desestimar una propuesta con grandes beneficios económicos para poder seguir con proyectos prometedores, pero de una remuneración salarial por debajo de lo esperable.
Estamos atravesados por el mercantilismo del deseo. A veces pienso que muchas de las personas con las que hablo la única vocación que conocen son las galletitas, y me apena.
Todos queremos ser felices, y eso, según un docente que tuve, tiene que ver con la completud por un lado, es decir, que en todas las áreas de nuestra vida estemos satisfechos: autoestima, de saber que somos nosotros los que generamos esa satisfacción; y trascendencia, de poder ver plasmadas nuestras acciones en un cambio positivo en alguna comunidad.
Esto es muy difícil si constantemente mercantilizamos el devenir porque tergiversamos aquello que queremos, alimentándonos de resultados y reconocimientos efímeros. No valorar los procesos hace que siempre querramos más. Porque un resultado positivo dura un instante, para luego tener que declarar otro e ir por él. Más likes, más comentarios, más números, números, y números.
Nos educan para ser inconformistas de lo superficial. Otro auto, vacaciones a un lugar más paradisíaco, una casa más grande. Trabajamos once meses y medio en un lugar que no estamos cómodos para poder pagar las cuentas y tener quince días de selfies en una playa de arena blanca, agua cristalina y mojitos.
Marcelo, entonces, me pregunto:
¿Cómo sobreviviste a tantos años de intentos de la opinión generalizada de machacar tu espíritu y convertirte al proxenetismo que plantea lo pragmático? ¿Cómo trabajar desde edades tempranas la valoración de los procesos, la celebración de cada derrota como la oportunidad de un aprendizaje y la transformación de la vida en un juego donde para que yo gane no hay necesidad de que otro pierda? ¿Cómo doblegar el sentido común imperante y ponderar los objetivos colectivos por sobre la necesidades planteadas por las individualidades más fuertes? ¿Tendremos acaso la posibilidad de ver una sociedad con una cultura que evite la demagogia ejercida tanto en los triunfos como en los tropiezos?
Al fin y al cabo, si tanto nos cuesta perder, si tanto temor le tenemos a fracasar, es porque constantemente enaltecemos a quien, usando cualquier tipo de recursos, llega por un segundo de la historia a un resultado tan esperado.
Somos muchas y muchos, pero a veces, nos sentimos solos.
Marcelo, ojalá quienes a la distancia te seguimos, como es el caso de este rosarino tozudo y soñador, podamos no bajar los brazos nunca y hacer trinchera de una mirada alternativa en cada charla familiar, en cada encuentro con afectos y en cada obligación laboral.
Con cariño.
Prof. Roda Azziani