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El 83, año de la dictadura en retirada pero con una estructura de inteligencia que seguía operando

El período de retirada de los militares del gobierno tuvo, para los investigadores, un rasgo contradictorio: se dio un proceso de "institucionalización", que se había tornado inevitable tras la derrota en Malvinas, pero el aparato represivo y de inteligencia no fue desmantelado

Martín Piqué/Télam

Los diez primeros meses del año ’83 se convirtieron para la dictadura en una cuenta regresiva para su salida del poder, un proceso de «institucionalización» que se había tornado inevitable tras la derrota en Malvinas, y que para investigadores de aquel período tuvo un rasgo contradictorio porque -incluso en declinación- el aparato represivo y de inteligencia se mantenía activo, con secuestros y asesinatos como también amenazas e intimidaciones.

La retirada de los militares del gobierno había sido anunciada por el dictador Reynaldo Bignone el 28 de febrero de 1983, cuando en un mensaje por cadena nacional informó el inicio de un cronograma para normalizar a los partidos políticos y llamar a elecciones, que quedaron programadas para el 30 de octubre.

Esa decisión era consecuencia de lo que el ensayista Alejandro Horowicz destaca como el gran error político que cometió la dictadura, visto desde los propios intereses de las FF.AA.: la guerra del Atlántico Sur, un conflicto en el que la cúpula militar se había metido con el afán de obtener «un nivel de autonomía relativa respecto del bloque de clases dominante».

Ese bloque de clases, conformado por las burguesías agraria, financiera e industrial, había impulsado a las mismas fuerzas armadas a dar el golpe de 1976 pero el vínculo, advirtió Horowicz en diálogo con Télam, se rompió con la guerra de Malvinas.

«El intento de conseguir autonomía (por parte de los militares) era intolerable para ellos (los grupos empresarios y propietarios de la tierra), porque el bloque de clases dominante (en la Argentina) no era propietario de Malvinas ni se le jugaba nada en especial en las islas», amplió Horowicz, doctor en Ciencias Sociales y autor de libros como «Los cuatro peronismos» y, el más reciente, «El kirchnerismo desarmado».

Desde su mirada, la «aventura» de Malvinas le costó carísimo al llamado «Partido Militar», no sólo en el plano interno, porque los grupos económicos locales pusieron distancia, sino también en el internacional, como lo reflejó una reflexión del entonces exsecretario de Estado de los EE.UU. Henry Kissinger, quien, recordó Horowicz, «se mostró muy preocupado por la autonomía militar argentina».

El deterioro del poder dictatorial se tradujo así en el distanciamiento de factores de poder que en los años previos los habían acompañado, incluso avalando secuestros, torturas y desapariciones (o pidiendo «que se hiciera rápido», como recomendó Kissinger al canciller de la dictadura César Guzzetti en octubre de 1976, según probó un documento desclasificado por EE.UU.).

«La desbandada (del gobierno militar) no era una teoría, era un dato muy concreto. Pero, eso sí, no fue la desbandada de los grupos de tareas y del poder represivo, que, es más, siguieron operando, yo diría que hasta los primeros dos años del gobierno de (Raúl) Alfonsín», describió Horowicz.

La declinación de las FF.AA. al mando del Estado era, en suma, un proceso inocultable a principios del ’83, con movilizaciones del sindicalismo que se repetían cada vez con más gente (algunas con desenlace trágico, como la del 16 de diciembre de 1982, que concluyó con la muerte del obrero peronista Dalmiro Flores), mientras la Multipartidaria intentaba apurar la convocatoria a elecciones.

Pero mientras se descomponía el ciclo militar, la estructura de inteligencia seguía activa y operando: las fuerzas armadas y de seguridad controlaban a sindicatos, fuerzas políticas y organismos de derechos humanos, en algunos casos con civiles de la Policía Federal infiltrados en las propias entidades, como ocurrió con Madres de Plaza de Mayo.

El espionaje a Madres de principios de los ’80 fue revelado el año pasado por Página 12 a partir del hallazgo de varios formularios internos de la Superintendencia de Seguridad Federal de la PFA que advertían sobre la necesidad de cambiar de destino a una agente de la institución que participaba de las reuniones de «la agrupación Madres de Terroristas», según escribió un comisario mayor de la Policía Federal de nombre Juan Fonte.

En otro de esos papeles, firmado por el comisario Eduardo Antoniuk y fechado a fines de 1982, se pedía que se enviara a Mar del Plata a esa mujer, auxiliar de inteligencia en la fuerza, porque había sido «detectada».

En el documento policial, la mujer era descrita como «perteneciente a organismos de seguridad involucrados en la lucha antisubversiva».

La espía informaba lo que se discutía en Madres de Plaza de Mayo, organización que unos años antes había quedado conmocionada tras el engaño del represor de la Esma Alfredo Astiz, quien se hizo pasar por un tal «Gustavo Niño» para identificar y secuestrar a quienes se reunían en la Iglesia de la Santa Cruz.

En los primeros meses de 1983, tras el final de la guerra de Malvinas y ante los sondeos castrenses para iniciar negociaciones con los partidos políticos, las Madres habían adoptado una posición de «rechazo total a cualquier negociación».

Así lo recordó, en diálogo con Télam, el periodista Demetrio Iramain, autor del reciente libro «Hebe y la fábrica de sombreros», sobre la vida de Hebe de Bonafini.

«Como estaban las Madres en una postura de rechazo, levantaron con aún más fuerza una consigna que habían creado en diciembre de 1980, «aparición con vida», que era una consigna muy complicada de asimilar por la dictadura e incluso por los partidos que se preparaban para protagonizar el sistema institucional», remarcó.

Para las Madres, agregó Iramain, ese planteo implicaba «la exigencia de que no se pensaban mover del reclamo de que la nueva democracia debía encarcelar a los asesinos, para exigir la derrota absoluta de la dictadura en ese plano».

La cuestión de los desaparecidos no era una cuestión menor sino central para las FF.AA., cuyos mandos buscan condicionar la transición para impedir cualquier revisión de la Justicia sobre los crímenes cometidos desde el Estado a partir de 1976.

Para eso, Bignone firmó junto a su ministro del Interior, el general del Ejército Llamil Reston, el decreto 2726/83, emitido el 19 de octubre de 1983.

En esa norma, el último dictador de la Argentina dispuso que se «dieran de baja» todas «las constancias de antecedentes relativos a la detención de personas arrestadas a disposición del Poder Ejecutivo Nacional» y ordenó que esos archivos o documentos se «eliminaran» a través del «procedimiento que en cada caso se considere más conveniente».

El argumento para justificar que se destruyera documentación era que en el marco del «espíritu de pacificación» que se buscaba las personas que se «reincorporaran a la comunidad» no debían «sentir condicionado su futuro por el efecto negativo que en algún momento pudiera trascender de los antecedentes reunidos a su respecto» (sic).

Un mes más tarde, el 22 de noviembre de 1983, cuando Raúl Alfonsín ya era presidente electo, un radiograma del Comando en Jefe del Ejército a cargo de Cristino Nicolaides completó la instrucción con una orden a todas las unidades: debían incinerar todos los papeles y archivos que estuvieran en su poder y que refirieran a lo que ellos llamaban «lucha contra la subversión».

Asesinatos de Raúl Yager, Osvaldo Cambiaso y Eduardo Pereyra Rossi

Así, la retirada progresiva de los militares tras siete años en el gobierno se fue dando con una sucesión de actos administrativos, pero sin dejar de perseguir a quienes consideraban el enemigo a exterminar: entre abril y mayo de 1983, a meses de las elecciones, fueron asesinados los montoneros Raúl Yager, Osvaldo Cambiaso y Eduardo «Carlón» Pereyra Rossi.

Cambiaso y Pereyra Rossi estaban preparando el retorno del peronismo revolucionario a la puja partidaria: pensaban hacerlo a través de Intransigencia y Movilización, corriente interna del peronismo, para lo cual venían reuniéndose con gremialistas y representantes de fuerzas políticas.

Pero Yager fue muerto en Córdoba, y a Cambiaso y Pereyra Rossi los secuestraron en el bar Magnum de Rosario y aparecieron asesinados en la localidad bonaerense de Lima, partido de Zárate.

La abogada Nadia Schujman representó a la querella en el juicio por los crímenes de Cambiaso y Pereyra Rossi, que terminó en 2016: en la sentencia, Luis Patti y Juan Spataro (quienes en 1983 revestían como miembros de la Unidad Regional Tigre de la Policía Bonaerense) fueron condenados a perpetua y los militares Pascual Guerrieri, ex jefe del Destacamento de Inteligencia 121 de Rosario, y Luis Muñoz, su segundo, como partícipes necesarios.

«El Batallón de Comunicaciones 121 y las estructuras del 1º y 2º Cuerpo de Ejército, que reportaban con el Batallón 601, armaron todo para secuestrarlos y terminar ejecutándolos. Y esa estructura siguió presionando y actuando en democracia», sostuvo Schujman a Télam.

Y añadió: «El juez de la justicia provincial que tomó primero la causa del secuestro y asesinato fue amenazado y llegó a contar que era seguido».

Se refería a Jorge Eldo Juárez, ya fallecido, juez de instrucción de Rosario, quien con su testimonio en el juicio oral aportó otra prueba de que la estructura represiva -tanto de modo orgánico como por la libre- seguía al acecho en los primeros años de la democracia.

«Juárez declaró en el juicio y contó las presiones que recibía, cómo él era seguido, cómo era amenazado», detalló la letrada, que está ligada la agrupación Hijos de Rosario.

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