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El abrazo de Messi

El Mágico, salvadoreño, dormilón y mujeriego, fue uno de los que se abrazó a Lionel Messi el sábado pasado en El Salvador, cuando la selección local jugó un amistoso con el Inter Miami

Por Alejandro Duchini- Especial para El Ciudadano

Diego Maradona creó dos leyendas. Una, cuando dijo que el Trinche Carlovich jugaba mejor que él; la otra, al compararse con un contemporáneo suyo, el Mágico Jorge González: “Es un fenómeno. Yo vengo del planeta Tierra y él viene de otra galaxia”. El Mágico, salvadoreño, dormilón y mujeriego, fue uno de los que se abrazó a Lionel Messi el sábado pasado en El Salvador, cuando la selección local jugó un amistoso con el Inter Miami. Fue un abrazo efímero, pero se percibió sentido. Si no lo vieron, el Mágico es el que lleva ropa deportiva azul y que tras abrazar a Messi sigue con Luis Suárez, Sergio Busquets y Jordi Alba. Con rulos, pelo largo y barba, parece más una estrella de rock. Al fin de cuentas, su vida se asemejaba más a la de un rockero que a la de un deportista.

Pero volvamos a Maradona y a los años 80, cuando él y González jugaron juntos en una gira del Barcelona por los Estados Unidos, en 1984. Al Barcelona le faltaban jugadores y Diego sugirió sumar al Mágico. Pero la indisciplina fue tal que el conjunto catalán desistió de contratarlo. Igual, mucho problema no se hizo porque él ya jugaba y era ídolo del Cádiz y no quería saber nada con irse a otro equipo.

En el calor de Cádiz, el Mágico encontró lo que necesitaba. Incluso amigos. Empezó a jugar ahí en 1982 tras destacarse en el Mundial de España y se quedó hasta el 91. La excepción fue el 85, cuando jugó para el Valladolid y no aguantó. Extrañaba tanto Cádiz que volvió y fue recibido con los brazos abiertos.

En aquella década de juergas nocturnas se hizo muy amigo de José Monje Cruz, un ex aprendiz nada menos que de Paco de Lucía, a quien de chico conquistó con su tremenda voz y su prepotencia de trabajo sobre los escenarios. Con el tiempo José se hizo conocido como Camarón de la Isla y se consagró como uno de los mejores cantaores de flamenco de todos los tiempos. Hoy es una leyenda que murió a los 41 años, el 2 de julio de 1992. Toda España lo lloró. Y también el Mágico, que aquella madrugada se subió a un avión desde El Salvador para despedirlo. Se conocieron en un bar de flamenco una noche en la que uno cantaba y el otro ahogaba penas en la bebida.

Lo cuenta -entre ficción y crónica- el periodista italiano Marco Marsullo en su libro Mágico González – El genio que quería divertirse (de la editorial Altamarea). Marsullo llegó a la historia de González de casualidad. Tanto le impactó que se puso a contarla. En 2014 recorrió las calles de Cádiz, habló con hinchas y entró a los bares en los que se emborrachaba el Mágico. “Hablé con la gente que lo conoció, que compartió con él aunque fuera una noche. En el bar Gol, muy cerca de Carranza, un anciano cuyo nombre he olvidado, me susurró casi llorando: ‘¿Maradona? No, por favor, ¡aquí se habla solo de Mágico!’”, cuenta en el prólogo del libro.

Mágico volvió en 1991 a su país de origen para despedirse del fútbol profesional jugando ocho años en el Deportivo FAS y uno más en el San Salvador Fútbol Club. Habrá de ser la despedida más larga del mundo. Tenía 42 años, algunos conflictos, varias parejas y diferentes hijos. Para llegar a fin de mes manejaba un taxi. Marsullo toma ese empleo como eje de su historia.

Pudo jugar en el PSG, Atalanta o Fiorentina. También, como se dijo más arriba, en el Barcelona. Hay una anécdota. En el hotel de Nueva York, donde concentraban los catalanes durante su gira, se activó la alarma de incendio y hubo que evacuar. El Mágico fue el único que se quedó en su habitación. Estaba en la cama con una mujer. Marsullo es más detallista: “Siempre termino lo que empiezo”, le hace decir. Los dirigentes no se la dejaron pasar.

“No he sido un ángel. Me gustaba la noche y las ganas de salir de fiesta no me las quitaba ni mi madre. Sé que he sido un irresponsable y no un profesional impecable, y es posible que haya desaprovechado las mejores oportunidades de mi vida. Lo sé, pero siempre he tenido una idea loca en la cabeza: no me apetecía vivir el fútbol como si fuera un trabajo. Si lo hubiera hecho, habría dejado de ser yo mismo. Sólo jugaba para divertirme”, lo mitifica el autor. Y lo cita: “Todos me decían: ‘Ve a Francia, en el París Saint Germain llegarás a ser uno de los jugadores más destacados de Europa. Podrás jugar en las competiciones europeas y enfrentarte a los mejores futbolistas del mundo’. Pero en París hacía demasiado frío. París tenía metro y mucho tráfico. En París hubiera tenido que aprender francés y, además, los franceses son unos tocapelotas si no aprendes su idioma”.

También lo recuerda al referirse a sus chances de jugar en Italia. “Mujeres guapas, cocina de ensueño, buen clima. Pero en Bérgamo y en Florencia no hay mar (…) La carne es muy buena, pero me gusta más el pescado”. Y de Inglaterra: “Nunca habría vivido en una isla, me hubiera sentido perdido, solo”.

Una vez tuvo un entredicho con un entrenador que le pedía que cabeceara. Pero a él no le gustaba cabecear. “Se juega con los pies, y la cabeza está para pensar”, se justificaba. Los directivos del Cádiz se preocupaban tanto por su conducta que hasta le obligaron a ir a un psicólogo. Convocaron a amigos desde El Salvador para que ayuden a encauzarlo. Nadie pudo.

Una noche, imagina Marsullo, Diego Maradona se subió al taxi manejado por el Mágico en La Boca. Van por la Avenida Libertador, llegan al centro. Diego tiene lastimado el tobillo por la patada que le acaba de pegar Andoni Goikoetxea. En la radio del coche ya no se escucha a Camarón sino a Víctor Hugo Morales que relata el segundo gol a los ingleses, en el Mundial de México. El Mágico y Diego repasan la historia. No para mejorarla sino para revivirla. Así que el coche aparece en el San Paolo y después en la puerta de una clínica llena de gente que pide por la salud de Maradona.

“Me muero, Mágico”, le dice Diego.

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