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El abrazo de padres, hijos y amigos; grito de gol de un pueblo que queda para toda la eternidad

Fue la "Mano de Dios", dijo el propio Diego cuando le preguntaron por el primer gol a los ingleses, y difícil saber si no era el más gritado de la historia. Pero el segundo, el mejor de la historia, coronó la revancha-trampa de un pueblo en pleno desahogo

“La primera imagen que se me viene, pensando en Maradona, es la de la montaña humana que formamos festejando el segundo gol a los ingleses, con amigos subidos arriba de mi viejo. Fue en mi habitación de mi casa”, recuerda Javier. “Cada vez que me acuerdo de eso, lloro”, contesta Adrián. “Estaba allí”, suma Silvio, y salta Germán: “Ahí estábamos todos!”. Algunos de esos viejos, no algunos, la mayoría, ya no están. Pero quedó el abrazo relatado como recuerdo infinito, no sólo de ellos, no. Del abrazo por ese tremendo gol que sellaba todo, que aseguraba más que una victoria, que pasar a semifinales de un Mundial. Era gritar hasta quedar sin voz, era una ciudad entera la que estaba gritando, un país, un pueblo. Porque eran los ingleses, por las Malvinas, porque era en México y era puro, no había sombra de dictadura ahí. El grito cerraba una historia que había empezado con el primero: “Con la cabeza, Víctor Hugo, con la cabeza. No hay ninguna duda”, le había dicho el comentarista a Morales, que con ojo o con percepción de halcón había visto desde afuera lo que ya empezaba a ser la Mano de Dios.

“También ese gol lo festejé con mi viejo… Nos desgargantamos… Y mi viejo agarró un banco y lo sacudió contra el piso… Vino mi vieja indignada por el quilombo… La sacamos a la mierda… Jajaja”, recuerda desde lejos y desde otra región el Negro. Es la emoción de quienes ya pasaron el medio siglo por la espalda, y que hace rato, tampoco todos, dejaron de ser hijos para ser padres, que estuvieron a un tris de poquitos años de ser la generación del Diego, la misma de los que fueron a dar batalla allá, a poner el cuerpo en el frío y la soledad de ese manto de neblinas.

“Yo sé que el Diegote se mandó mil cagadas, pero mi amor por él es para siempre”, insiste Javier. “Si… Nada opaca lo que sentimos por él… Y por las ráfagas de felicidad con las que barrió nuestras vidas”, le vuelve a sumar el Negro.

Y a ese primer gol, que se gritó como nunca, le siguió el increíble, dónde se firma que fue el mejor de la historia del fútbol, ese invento, también inglés, que se acabó haciendo corazón en Sudamérica acaso como en ningún otro lugar. El primero porque acabó siendo trampa y revancha, una revancha aunque fuera para sacudirse por un rato la derrota, o más bien, las derrotas. Y el segundo por la jugada magistral de Maradona dejando desparramados a todos, con esa pelota atada al pie por un hilo invisible.

Afuera, en aquel invierno de 1986, el grito liberador llegó desde la imagen de un verano azteca a un pueblo cansado hasta el agobio. Hacía cuatro años, no más, de la derrota en el Atlántico Sur que marcó a una generación con la guerra, pero la siguiente hacía un año que vivía en “economía de guerra”. Afuera, todo se resquebrajaba, se desmembraba. Habían cambiado hasta los billetes, y los precios estaban en australes. Paro nacional, inflación, eran las palabras cotidianas; hacía poquitos meses que se había condenado a las juntas de la última dictadura, y faltaban apenas meses para que el desgaste del gobierno de Raúl Alfonsín animara a los oficiales medios a rebelarse a ser juzgados por civiles por las atrocidades que habían cometido contra ellos. Y en medio de eso, un pibe que no había cumplido todavía los 26, que por suerte se había calzado los botines en lugar de colgarse un FAL como los del 61 y 62, hacía de nuevo sus pases de magia con una pelota y se volvía la fuerza de un pueblo.

Son símbolos eternos para un grupito, no más que eso pero tampoco menos, y parte de una generación que hacía añares había dejado de creer, y de golpe y porrazo lo estaba volviendo a hacer. Porque después pasaron las fotos, y sí, ese eterno rebelde salía a otra cancha, y ahí estaba el Diego con Fidel, con Chávez, con Evo con Néstor… Y se calzaba la remera de Stop Bush el día que Sudamérica por primera vez desde antes que naciera él mismo le plantaba a Estados Unidos el No al Alca, el sueño de ser algo propio, esa Patria Grande a la que el Diego hizo gritar, olvidar sus penas, atesorar un momento para siempre.

Yo no fui, pero lo hice

“Fue la Mano de Dios”, dijo Diego, como si la picardía se extendiera de la acción a la palabra, ese gesto que le era tan propio, porque además fue, también, en la cara de los ingleses.

A la confesión le dieron cierto matiz de arrogancia, como si él mismo se considerara Dios; como si mereciera mucha más adoración de la recibida; como si su mano, por suya, estuviese libre de todo pecado y pudiese arrojar la piedra y hacer todos los goles; cuando en realidad había sido todo lo contrario: la inocencia y la ferocidad del pibe de Fiorito. Su condición humana.

La misma inocencia y la misma ferocidad con la que, en la arenga previa, llamó a su equipo a saldar las deudas de Malvinas.

Argentina no podía con Inglaterra. El primer tiempo había terminado sin goles. Cuartos de final de México 86. 22 de junio. Estadio Azteca. Hasta que a los seis minutos de la segunda etapa Diego intentó una pared en el borde del área con Jorge Valdano. En la búsqueda de la devolución se metió al área y quedó en offside, pero la pelota vino de un rival, Steve Hodge, desesperado en su intento de despeje. El árbitro tunecino Ali Bennaceur miró al juez de línea y dejó seguir, los brazos adelante. Con el gesto le abrió la puerta a una historia irrepetible.

Maradona, 1,65 metro de altura, saltó junto con el arquero Peter Shilton, 1,83. Y ganó. Llegó más arriba. Impactó la pelota y la pelota fue hacia el gol. Maradona salió corriendo hacia un costado, un brazo en alto, los ojos atentos al movimiento del referí, mientras Shilton y compañeros corrían con su reclamo a viva voz. “¡Hand, hand!”, le decían a Bennaceur, reproduciendo con sus manos, para enfatizar la queja, lo que había hecho el capitán argentino.

El tunecino se los sacó de encima, uno por uno, mientras Batista, Olarticoechea y Cucciuffo ya se habían hecho un nudo alrededor de Diego. Disolver esa felicidad, tal vez haya pensado Bennaceur, era una injusticia mayor que validar un gol antirreglamentario.

“Shilton pensó que yo iba a chocar contra él. Es lo que pasa en esas jugadas, siempre. Pero yo me hice chiquito y salté. No sabía si iba a llegar, tampoco si me lo iban a cobrar, pero no la iba a dejar pasar”, contaría Diego más tarde, al explicar el gol.

Lo cierto es que la mano fue, en el momento, imperceptible; apenas algún relator sugirió la posibilidad de que el gol fuera una ilegalidad de Maradona –“Saltó con la mano para mí, para que termine en gol”, fue lo que dijo Víctor Hugo– y, peor, aún se duda de la veracidad de las fotos que muestran el impacto de la mano y la pelota.

Los ingleses, tan apegados a las formas y a las leyes del juego que inventaron, lo terminaron perdonando. En 1995 fue invitado a exponer en la prestigiosa Universidad de Oxford. No se había juntado tanto público desde la presencia de la Reina en 1969.

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