El mundo de la música de habla hispana llora por estas horas la partida inesperada del trovador uruguayo Daniel Viglietti, una de las voces fundantes del canto popular y testimonial latinoamericano en la segunda mitad del siglo XX, quien murió el lunes, a los 78 años, en Montevideo, mientras se le practicaba una intervención quirúrgica.
Hacedor de un repertorio que explica el vigoroso cruce entre la canción y las ideas políticas revolucionarias, firmó piezas del impacto de “A desalambrar”, “Canción para mi América”, “Milonga de andar lejos”, “Canción del hombre nuevo”, “Declaración de amor a Nicaragua”, “A una paloma”, “Esdrújulo”, “Che por si Ernesto”, “Esta canción nombra” y “Gurisito”, por citar apenas algunas.
Con ese cancionero siempre consecuente y comprometido, formó parte de un movimiento musical iberoamericano que lo unió a figuras de la talla de Víctor Jara, Amparo Ochoa, su compatriota Alfredo Zitarrosa, Joan Manuel Serrat, Alí Primera, Mercedes Sosa, Chavela Vargas, Soledad Bravo y los cubanos Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, entre muchos otros.
Pero también por el peso de esa obra, en 1972, fue detenido por las autoridades uruguayas, y se inició una campaña de liberación que incluyó a Julio Cortázar y Jean Paul Sartre, entre otras figuras de la cultura a nivel mundial.
Entre 1973 y 1984, durante la dictadura militar en su país, se exilió primero en Argentina y luego en Francia. Y a su retorno, publicó una colaboración discográfica con Mario Benedetti, llamada A dos voces, en la que se registraban recitales que ambos dieron durante su exilio. Por aquel paso por Francia, mereció la Orden de las Artes y de las Letras de parte del gobierno galo, un reconocimiento que, aseguró en febrero último a la agencia de noticias Télam, “me emocionó porque una parte de mi vida, los años de exilio, los viví en Francia, y porque mi madre, la recordada pianista Lyda Indart, vivió allí muchos años, adquirió la nacionalidad, como yo lo hice años más tarde, y me trasmitió su cariño por ese país, que aprendí a sentir también como mío”.
El creador había nacido el 24 de julio de 1939 en el seno de una familia de músicos (su madre, la referida Lyda Indart, y su padre el guitarrista Cédar Viglietti), y desde niño entró en contacto con la música clásica y popular estudiando guitarra con los maestros Atilio Rapat y Abel Carlevaro.
Esa soltura para manejar los secretos, los sonidos y los silencios en la guitarra le dieron una herramienta capaz de desenvolverse con honda soltura para acompañar su lírica atenta y combativa que cultivó a partir de los 60.
Por ello, su obra musical se caracteriza por una particular mezcla entre elementos de música clásica y del folclore uruguayo y latinoamericano. Desde Hombres de nuestra tierra, su segundo disco a dos voces con Juan Capagorry, inicia un trabajo compartido con escritores, musicalizando luego poemas de Líber Falco, César Vallejo, Circe Maia, los españoles Rafael Alberti y Federico García Lorca y el cubano Nicolás Guillén, en una nómina aún más profusa.
Aunque su último disco data de 2008 (Trabajo de hormiga), el creador continuaba recorriendo escenarios del mundo y generando una enorme labor en la difusión de los sonidos regionales a través de sus programas de radio y televisión Tímpano y Párpado, que tuvieron espacio en la grilla de Radio Nacional de Argentina.
Como parte de su intensa labor en directo, cruzó por última vez el Río de la Plata en febrero último cuando presentó dos recitales en la porteña sala Caras y Caretas, que fueron generados desde el Instituto Patria. Entonces, arriesgó que su función musical consistía en abordar “canciones donde memoria y futuro bailan juntos”.
“Es como si hubiera un conjunto de ideas y sentimientos que llega conmigo a interpretar canciones que me vienen de la sensibilidad que me trasmiten gentes que se resisten al olvido. Gentes que defienden su amor a la verdad y su confianza en que llegará un día en que en el horizonte social será como una explosión de luz”, dijo durante esa entrevista.
En ese diálogo, el artista entregó pistas de su hacer y sostuvo: “Más que enfrentar el escenario, más bien me ubico en él. Mantengo mi estilo de atril y banquito, luz casi fija, y entre canción y canción, voy agregando palabras, situando las temáticas. Todo eso mientras respiro lo que me llega del público, que en general es un silencio atento y entrañable. Trabajo, musicalmente hablando, con claroscuros, trato de manejar muchos matices en la voz y en la guitarra”.