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El agua de 40 mil años del Mercosur

Las termas de Federación. Agua antigua y caliente, del Acuífero Guaraní.
Las termas de Federación. Agua antigua y caliente, del Acuífero Guaraní.

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Si alguien propone bañarse junto a un gliptodonte aquí, en Argentina, es probable que sólo despierte dudas sobre su integridad mental. Sin embargo, sí es posible sumergirse en la misma agua que bien pudo haber bebido alguno de esos mamíferos cuando pululaba por estos territorios. Para ello basta con internarse en las piletas termales de, por ejemplo, las ciudades entrerrianas de Federación o Concordia: el líquido que las abastece tiene nada menos que 40 mil años de antigüedad, el tiempo que lo mantuvo retenido, a más de mil metros de profundidad, la tercera reserva más voluminosa de agua subterránea del mundo. Que, además, discurre exactamente por debajo de los cuatro países fundadores del Mercosur.

Precisamente en la última cumbre de ese bloque regional, realizada a principios de este mes en San Juan, se firmó un documento por el cual sus integrantes plenos se comprometen a sostener, en conjunto y coordinadamente, el aprovechamiento sustentable del recurso natural que abastece las termas de Entre Ríos: el Acuífero Guaraní. Además, y por las dudas, Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay ratificaron su soberanía exclusiva sobre el mismo.

Se consiguió así un avance en el cuidado estratégico de los recursos naturales “transfronterizos”. Sobre todo si se compara este consenso cuatripartito con el reciente conflicto entre Buenos Aires y Montevideo en torno a la presunta contaminación del compartido río Uruguay, por la instalación “inconsulta” de una pastera. O con el más cercano cuestionamiento al proyecto de la represa de Ayuí en Corrientes, en cuyo caso el que se corta solo jugando con “cosas que no tienen repuesto” es un gobierno subnacional que, además, anunció interés por atraer a su distrito a las polémicas industrias papeleras.

Sólo por contraste, luce como un salto de calidad el acuerdo rubricado por Argentina y sus tres socios el pasado 2 de agosto, que a su vez se apoya en estudios conjuntos iniciados en 2003, antes de que estallara la disputa sobre Botnia. El objetivo: garantizar un aprovechamiento racional del acuífero, que se extiende por más de un millón de kilómetros cuadrados debajo de un territorio que habitan en total unos 70 millones de personas. 

En plena batalla global por los recursos naturales, algunas cifras ayudan a ponderar la importancia de los 22 puntos estipulados para conservar este reservorio geológico, que comenzó a gestarse hace cientos de millones de años, casi al mismo tiempo que el petróleo: sólo el 3 por ciento del agua del planeta es dulce, y por lo tanto apta tanto para el consumo humano directo como para la agricultura o la industria; pero de esa mínima porción, a su vez, apenas el uno por ciento está disponible sin demasiado esfuerzo bajo la forma de ríos, arroyos o lagos; un mayoritario 70 por ciento está atrapado –sólido– en glaciares y casquetes polares, otro eje actual de debate. Y un 29 por ciento fluye bajo la superficie sin que hasta hace poco se comprendiera la necesidad de aprovecharlo en forma sustentable.

El pacto suscripto en San Juan sostiene que cada país ejerce en su territorio el derecho soberano de gestión, control y aprovechamiento del acuífero, pero que lo debe hacer «sobre la base de criterios de uso racional y sustentable, respetando la obligación de no causar perjuicio sensible» a las demás naciones ni al medioambiente. Además, establece que cuando un país se proponga emprender estudios, actividades u obras que puedan tener efectos más allá de sus fronteras, deberá actuar de conformidad con los principios y normas del derecho internacional. Y, por último, fija los mecanismos que deberán transitarse si un país entiende que sufrirá algún perjuicio por la actividad de sus vecinos.

Este documento se basó en el Proyecto para la Protección Ambiental y Desarrollo Sostenible del Sistema Acuífero Guaraní, encarado por los cuatro Estados que albergan la reserva con financiamiento parcial del Banco Mundial. El doctor en Ciencias Naturales Jorge Santa Cruz fue quien ofició como coordinador técnico del mismo entre 2003 y 2009. “Hasta entonces teníamos una dispersión muy grande de datos y muy pocos conocimientos, y los países estábamos también muy desbalanceados en cuanto a eso. Lo que se buscó fue poner en carpeta un estado mucho más avanzado de la información, como es el que tenemos ahora, pero que tiene que seguir avanzando”, recuerda el profesional.

“Un acuífero es una especie de esponja geológica enterrada, de material poroso y permeable que retiene agua que en algún momento respondió al ciclo hidrológico y que aún lo hace, pero con un retardo muy grande. Y que sufrió todo tipo de adversidades, como fracturas y pliegues. Porque es muy vieja, está alojada dentro de materiales del Mesozoico, de cuando había dinosaurios y los continentes estaban unidos”, describe Santa Cruz. Y continúa la crónica: “Después se produjeron las erupciones volcánicas del Cretácico, que lo taparon. Por eso hoy lo encontramos en muchos casos a profundidades muy grandes. En Argentina, un ejemplo típico es el de las termas de Entre Ríos, cuyas aguas se extraen a más de mil metros de profundidad, cubiertas por un gran espesor de basalto. Por eso en el país alumbrar este acuífero es muy costoso: las perforaciones están en el orden del millón de dólares”.

Sobre la importancia de explotar racionalmente este recurso, Santa Cruz insiste en que “el agua subterránea es muy importante en todo el mundo, y en la Argentina también, ya que en muchos casos es hasta un 50 por ciento del abastecimiento de agua potable. Porque si omitimos las principales ciudades levantadas a la vera de los grandes ríos, el resto de las localidades del interior, de todas las provincias, incluidas Santa Fe y Buenos Aires, dependen del agua subterránea”.

Brasil es, de sus cuatro “titulares”, el que más utiliza el acuífero, que allí se extiende por unos 850 mil kilómetros cuadrados, lo que implica casi el 10 por ciento de su territorio. “Hay localidades muy importantes en el estado de San Pablo, como la de Ribeirao Preto, con 800 mil personas, que dependen de las perforaciones del Guaraní”, reseña.

En Argentina, en cambio, el acuífero suma 225 mil kilómetros cuadrados, un 7,8 por ciento de la superficie total del país. Y está mucho más profundo que en Brasil. “Lo que aprovechamos es agua a una temperatura de entre 38 y 40 grados, en Chajarí, Federación o Concordia, para termalismo, si bien es un agua generalmente apta para el consumo humano”, precisa el geólogo.

“Es un recurso natural que hay que utilizar con el máximo cuidado posible, como cualquier otro. Pero en el Acuífero Guaraní aún más, porque a diferencia de otros, reacciona y se recupera muy lentamente. En el caso de Concordia o Federación, por ejemplo, uno no es conciente de que cuando está en las piletas termales está bañándose en agua de una antigüedad de alrededor de 40 mil años, que se empezó a infiltrar cuando había gliptodontes en la región pampeana. Esos fósiles del Cuaternario que vemos en los museos existían en el momento en que el agua se estaba escurriendo hacia el acuífero. Y después de 40 mil años, gracias a una perforación, estamos cómodamente aprovechándola”, sorprende Santa Cruz. Casi un viaje en el tiempo que, si no se toman los recaudos necesarios, puede desaparecer en pocos años. El Mercosur, en este caso, parece haber entendido el problema.

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