Un hombre solo espera en esa soledad la llegada de su primer hijo. Es noviembre de 1982 en la Argentina, en el coletazo de la última dictadura cívico-militar. El que está por llegar será el hijo de la primavera, quizás anhelando la llegada de esa otra primavera que acercaría la democracia un tiempo después y como la de ese hijo, no mostraría sus flores en los primeros días. El padre en cuestión es un estudiante crónico, un escritor aún desconocido, incipiente, casi como su deseo de ser padre. En ese devenir, la llegada del hijo arremeterá como una pequeña gran tragedia en la vida de este hombre que aún no atravesó el umbral de los 30. De allí en más, un cuarto de siglo contado en una hora servirá para reconciliar a ese padre con su hijo y con la vida, provocando un fuerte (y poco habitual) cimbronazo emocional en la platea que acompañe este bello viaje entre la atención, algún momento de humor que se recibe con agrado y la conmoción inevitable.
El actor Michel Noher, que por estos días brilla como Fidel en 100 Días para enamorarse, le pone cuerpo y emoción a su personaje en El hijo eterno, versión teatral de la novela homónima del brasileño Cristóvão Tezza, con adaptación de Bruno Lara, producción de Jean Pierre Noher y dirección del premiado director brasileño Daniel Herz, que el fin de semana pasó por el Teatro de la Plataforma Lavardén en el marco de una gira por distintos escenarios del país, tras sus funciones porteñas.
En un escenario desnudo, este padre ensaya su propia desnudez emocional, en principio, apelando al consecuente simulacro de normalidad frente a la noticia de la llegada de un hijo por fuera de lo que se espera, para luego enfrentar lo que él supone es el fracaso, o una idea posible de fracaso, teniendo que sostener la paternidad de un hijo con Síndrome de Down en un tiempo (hace poco más de tres décadas) donde se conocía poco y nada acerca de ese trastorno genético, y de cara al presente, cuando las personas que lo padecen logran envejecer, superar otras patologías asociadas, y tener una vida inclusiva.
Noher, actor de una avasallante sensibilidad, se vale sólo de una silla como único objeto escénico al que logra resignificar con destreza según cada momento del relato. Es una silla en la que se sienta poco, quizás como metáfora de este padre que intenta sostenerse de pie y erguido esperando esa otra silla a su lado que alguna vez ocupará su hijo. Para eso, el espacio escénico aparece trabajado por planos estructurados a partir de un cuidado y bello uso de la luz, donde la profundidad dramática se acentúa con la muy atinada música (y universo sonoro) de Lucas Macier. Pero sobre todo, lo dramático llega con los climas de tristeza, agonía o efímera felicidad que el actor logra contar.
De su voz potente y profunda, de algunas certezas corporales pero sobre todo de una gran presencia escénica que dosifica con mucha intuición, se vale Noher para, casi en paralelo a su pequeño vía crucis, llenar de sentido y lograr un crecimiento de su personaje a la par del crecimiento de ese “hijo eterno” que no se ve pero que en todo momento habita el mismo espacio que ocupa el padre.
Pero además, el material desanda otras problemáticas que lo vuelven universal y que están un poco corridas del eje habitual: habla del vínculo padre-hijo en su tradición y contradicción psicoanalítica, mítica y literaria; también de lo que se espera de ese otro por llegar, de cómo las frustraciones personales tejen sus tramas y condicionan ese vínculo inevitablemente complejo, y al mismo tiempo, de aquello que erróneamente supone un canon de normalidad, cuando en realidad lo “normal” no existe. Con destino al final, la aceptación como un camino sinuoso pero inevitable y el amor por encima de todo lo demás, se vuelven irremediablemente un sendero tan florido como ese en el que corre, juega, abraza con fruición y sueña este bello hijo de la primavera.