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El autoengaño como forma de regulación de uno mismo

Por Raúl Koffman.- Hay muchos sapiens que creen que se las saben todas y se hacen los tontos respecto de lo que no saben.


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Es mucho lo que se sabe y mucho lo que queda por saber: diría usted, una obviedad. Pero puede que no todos coincidan con esta apreciación. Hay muchos sapiens que creen que se las saben todas y se hacen los tontos respecto de lo que no saben. Es más, es muy probable que no sepan todo lo que no saben y que podrían saber. Como dijo alguien alguna vez, hasta “se hacen trampas en el solitario”. Usted me dirá que viven engañados.

Una persona, ¿es más “viva” porque roba las toallas de los hoteles o porque “se queda con el vuelto” cuando puede? Si alguien responde que sí, ¿vive engañada/o?

En cine, la mayoría de los “thrillers” están basados en engaños y mentiras (falsas identidades, confusas lealtades, dobles agentes de inteligencia, especulaciones personales, intereses que no se deben conocer, etcétera).

Ciertamente, el tema del engaño, y por qué no, el del autoengaño, es ciertamente la especialidad de “las/os vivas/os”. Pero no es sólo eso.

El cerebro nos engaña

La neurociencia nos dice, sin dudarlo y sin anestesia, que el cerebro nos engaña. El tema es que el cerebro es parte de un organismo vivo y su funcionamiento cumple con el objetivo de la preservación de ese organismo. Por tanto, los datos que registra y que procesa están al servicio de ese objetivo. Para ello, si necesita “falsificar” (digámoslo así) datos de la realidad, lo hace. Oculta, muestra y deforma según necesidad. Es más, si es necesario construye modelos de la realidad alejados de esa misma realidad.

Algunos autores afirman que construye historias que sean consistentes y creíbles más que historias que reflejen la realidad. Si es necesario nos hace creer que somos dueños de nosotros mismos, que somos coherentes y que somos conscientes de cada uno de nuestros actos. Y si es necesario nos hace creer que lo que recordamos es lo que realmente sucedió. Entonces: recordar y comprender no son procesos “limpios y transparentes” (por lo tanto creíbles); al contrario, son tendenciosos y de dudosa procedencia. Como si fuese más importante estar tranquilos que saber la verdad. Será que la verdad no es un problema cerebral, sino de quien lo usa.

Cabe la aclaración: no es que se le adjudica al cerebro vida propia e intencionalidad para el engaño. Es su funcionamiento mismo, no un recurso animista.

¿Nos autoengañamos?

Nuestro lenguaje cotidiano parece decirnos que el engaño y el autoengaño son muy frecuentes. Veamos algunas frases: “Mentime que me gusta”, “tantas veces lo pensé que me lo terminé creyendo”. O la más terrible y muy usada: “Una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad”. Pobre Homo Sapiens, ¿no?

Tomemos un ejemplo. Cuando se produce una separación en una pareja, luego de muchos meses o años de malísima calidad de vida compartida, ante la pregunta de ¿por qué tanto tiempo?, la respuesta será que “creía que las cosas iban a cambiar”. ¿Esto es autoengaño? Si era una crónica de una muerte anunciada y era tan evidente para todos el final, ¿cómo no lo era para ellos?

Si la separación supone autoacusaciones de fracaso y de ceguera, ataques a la autoestima y al equilibrio emocional, y seguramente sentimientos de culpa, que la hacen tan costosa, es la magia del autoengaño. Es más, hasta parece ser un correlato psicológico del engaño del cerebro.

Usted podrá decir que ésta es una simplificación, porque también están los hijos, el qué dirán las personas significativas, la incertidumbre sobre el futuro, la dureza de la vida cotidiana, los determinantes económicos, etcétera. Es cierto, pero, ¿no serán argumentos funcionales al autoengaño? Digo, porque en la decisión final todo esto ya no cuenta.

Tomemos otro ejemplo. A veces nos encontramos con que algunas decisiones son oficialmente tomadas, según quién las toma, “por/para los otros”. Pero si también intervienen factores como que era “lo que se esperaba y correspondía”, que de no hacerlo se recibirían críticas (el famoso “quedar bien”) o quizás una especulación en término de recompensa o de hacerle creer algo al otro, ¿no es nuevamente la magia del autoengaño?

Culpar a los otros de las propias estupideces o atribuirlas al azar, a los planetas o a cualquier versión esotérica, pueden ser versiones de la misma necesidad de no verse estúpida/o. Como se ve, terreno muy resbaladizo.

El autoengaño autorizado

Vittorio Guidano considera al autoengaño como un mecanismo normal regulador de la coherencia de uno mismo como sistema. La imagen de uno mismo no puede nunca ser tan discordante con los datos y con la interpretación que de ellos se haga. Por ello habrá autoengaños normales y otros exagerados (estos últimos ligados a la psicopatología). Y Robert Trivers, psicólogo evolucionista, afirma que el autoengaño oculta la mentira ante los ojos del mentiroso. Pero donde la mentira y el engaño son mecanismos útiles ligados a la supervivencia, no un problema moral. Aquí la capacidad de engaño entonces es más una muestra del desarrollo de la inteligencia como especie que de desaprobación social.

Y el lenguaje (otro logro evolutivo) facilita y perfecciona su puesta en práctica.

Y ni hablemos si aplicamos estos conceptos a nuestra concepción y experiencia con la política. El descreimiento y la ceguera por exceso de credibilidad, las mentiras y engaños para defender intereses sectoriales o grupales, quienes finalmente terminan justificando o creyéndose las mentiras que dicen para defenderse el “que se vayan todos”, son claros ejemplos. Nuevamente, un terreno muy, pero muy resbaladizo.

En conclusión, el autoengaño explicado, justificado o criticado está enraizado en nuestra cotidianidad y en nuestra cultura. Sea que haya bajado de los barcos, que nos oculte la propia estupidez o que sea un logro evolutivo, nos acompaña desde hace milenios. ¿Cree usted que algún día nos abandonará?

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