El 16 de julio de 1955, en el circuito de Aintree se disputó el Gran Premio de Gran Bretaña. Ésta carrera estaría acotada por el dominio que Mercedes Benz tenía por aquellos tiempos en la Fórmula 1, junto a Juan Manuel Fangio y un joven muy prometedor llamado Stirling Moss. En aquel escenario, el piloto inglés alcanzaría una victoria envuelta en un manto de dudas en cuanto a si el “Chueco” lo había dejado pasar faltando poco para el final. Los intereses de Mercedes y la coronación del argentino como nuevo campeón mundial hicieron suponer versiones que luego sólo el tiempo terminaría confirmando. Pero en aquella oportunidad, un particular hito se daría a los márgenes de la pista. Un joven de 12 años estaba sentado junto a su padre presenciando aquel espectáculo deportivo con un marcado entusiasmo. Su nombre era George Harrison y junto a otros tres muchachos de Liverpool, tiempo después, reconfiguraría las coordenadas musicales de un mundo que ya no sería el mismo tras su aparición.
La pasión del George Harrison por las carreras se gestó y creció tempranamente en aquella casa del número 25 de Upton Green, en el barrio de Speke, en Liverpool, donde sólo nueve kilómetros lo separaban de aquel circuito –el de Aintree–, donde en más una oportunidad asistirían para escuchar rugir aquellas máquinas con esos pilotos al volante que, con el tiempo, el propio George supo querer y respetar.
Su guitarra por aquellos días se convertiría en su mejor amiga. Y sería a través de ella por la cual dejaría su marca en este mundo. En los agitados tiempos de la beatlemanía, su pasión se mantuvo adormecida pero latente, ya que siempre estaba al tanto de lo que sucedía en la máxima categoría. De hecho, cada vez que podía hacerse un lugar en su agenda asistía a alguna carrera, generalmente en Mónaco, como fue el caso de 1967, cuando Los Beatles ya habían dejado de realizar agotadoras giras para tocar en vivo. En aquellos tiempos tampoco ocultaría su devoción por los autos de calle, esos que suelen robar suspiros a su paso, que le transmitían increíbles sensaciones a diario.
—“¿Has corrido alguna vez una carrera?”, le preguntó una vez una periodista en una entrevista televisiva. El propio George casi con timidez negó tal cosa. Luego, con la trasparencia que solía demostrar ensayaría una repuesta sincera.
—Bueno, sólo en una autopista pública en tiempos cuando aún se mantenía desolada.
Aquellas experiencias le traerían diferentes sinsabores como fue el caso de 1972 cuando le quitaron la licencia de conducir tras chocar su Mercedes contra un poste de luz a 90 millas por hora y que terminaría con su ex esposa, Patty Boyd, recuperándose de una ligera conmoción cerebral.
“La Fórmula 1 es un rock and roll ruidoso”
Su pasión por la Fórmula 1 se reactivó cuando su vida y la del resto de los Beatles encontraron rumbos separados. Luego de aquel hito abrupto que la banda de Liverpool tenía preparado en 1969, las visitas a los circuitos por parte de George se hicieron más asiduas. Sobre la década del setenta, que se recuerda como los últimos lustros románticos que viera la categoría, George Harrison trabó una sentida amistad con el escocés Jackie Stewart, triple campeón del mundo, uno de los raros campeones que pudieron retirarse con vida. “Fue realmente a través de él que llegué detrás del escenario. Jackie era un campeón del mundo abierto que vivió para contar la historia”, diría.
Su fanatismo y al mismo tiempo su bajo perfil, ya que nunca utilizó su condición de celebridad para destacarse, complotó para forjar un puñado de buenos amigos en aquellos años, como Ronnie Peterson, Jody Scheckter o Emerson Fittipaldi. Fruto de aquellas vivencias decidió que debía rendirles homenaje especial a aquellos hombres que valientemente arriesgaban sus vidas en pos de un sueño. Para 1979 compuso una canción llamada “Faster”, en homenaje a pilotos como Niki Lauda, del que estaba asombrado como se había recuperado de su accidente en 1976; de Ronnie Peterson, fallecido en la carrera de Monza de 1978 o del propio Stewart, con el que continuó disfrutando veladas en familia hasta el fin de sus días.
En aquel año en que se difundió su disco sencillo con esta canción, las ganancias que se obtuvieron de su octava larga duración como solista terminarían siendo destinadas para ayudar a una fundación contra el cáncer que encabezaba Gunnar Nilson, iniciada luego de la muerte del piloto sueco por esta enfermedad un año atrás. En 1979 también se daría el lujo el pilotear en el circuito de Goodwood el Lotus 18 del año 1961 con el que compitiera el mismísimo Stirling Moss.
Ante la pregunta como un hombre tan espiritual como George Harrison también encuadraba en un ambiente tan dispar como la Fórmula 1, incluso en aquellos tiempos, Jackie Stewart tenía la repuesta justa: “Cuando uno está conduciendo un auto de carreras hasta el límite absoluto de la capacidad, la del auto y la tuya, es una experiencia única”, diría en el documental Living in the Material World, dirigido por Martín Scorsese, en 2011. “Cuando eso sucede, los sentidos son tan fuertes que estimo fue eso lo que George vio en las carreras”. Tal vez fuera la enseñanza más insospechada del propio Harrison: la de encontrar ese pedacito de espíritu y pureza que sobrevive en cada actividad, en cada cosa.