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El «Bola» Núñez, aquel pichón de narco que me salvó de una paliza

A los 11 años, el "Bola" era el azote de los vecinos de Palermo Chico; entre sus "hazañas" estaba haber baleado las nalgas de un policía con un rifle de aire compromido. Creció y se convirtió en cuentapropista del tráfico de porro en pequeña escala, gracias a frecuentes viajes a Paraguay

Por: Ricardo Ragendorfer / Télam

La primera imagen que atesoro de él se remonta a una ya remota mañana de de 1964. De hecho, aquel día comencé la primaria en una escuela pública situada sobre la calle Juan Francisco Seguí, casi Malabia (hoy, República de Siria), de Palermo Chico.

Ese lugar, por cierto, constituía toda una rareza social; no sólo porque su estructura edilicia –que era como una réplica desmejorada de la Casa de Tucumán– desentonaba con los fastuosos contornos del barrio, sino también porque allí asistían desde hijos de obreros hasta alumnos con doble apellido.

En aquella oportunidad, todos ellos permanecían formados bajo un sol calcinante, cuando una maestra canosa y algo entrada en kilos intentaba que la soga del mástil corriera. Pero sin éxito, puesto que una de las roldanas estaba oxidada. Y para no lacerarse las manos, pidió en voz alta que le facilitaran un pañuelo; entonces, desde la fila de los pibes de tercer grado emergió una mano que sostenía una tela blanca llena de máculas verdosas. La docente, en medio de una risa generalizada, rechazó el ofrecimiento con las siguientes palabras:

–Usted, siempre el mismo asqueroso, Núñez

Las carcajadas se habían convertido en una ovación. Y el tal Núñez, sin disimular su orgullo, saludó a los presentes con los brazos en alto.

Ese alumno no pasaba desapercibido.

El peor de todos 

Pese a que su nombre de pila era Eduardo, ya por entonces todos le decían “El Bola”, un apodo algo xenófobo, dado que aludía a su semejanza física con el estereotipo de los habitantes del altiplano. Una arbitrariedad: por las venas de ese niño achaparrado, moreno y cejijunto corría una mezcla de sangre ibérica y criolla. Pero sobre este punto había un misterio que causaba habladurías: sus dos hermanos menores eran rubios y de piel pálida, al igual que la madre, una mujer muy agraciada y devota, que todos los domingos concurría a misa en la iglesia Santa Elena.

También costaba creer que El Bola proviniera de un hogar acomodado. Su progenitor, el ingeniero Cesaréo Núñez Núñez –que le tenía 25 años más que su señora– era un próspero industrial que regenteaba en el oeste del Gran Buenos Aires su propia fábrica de plásticos. Ese tipo residía con su familia en un elegante dúplex situado sobre la calle Lafinúr, a pocos pasos de la Avenida Del Libertador. Para él la vida transcurría de modo muy apacible, a no ser por los sinsabores ocasionados por su primogénito.

A los 11 años, Eduardo ya era el azote del vecindario

Las madres de otros chicos trataban de evitar la presencia del Bola en sus casas por su costumbre de orinar en las macetas. Pero aquello era sólo la manifestación más liviana de su conducta. Tanto es así que, en julio de 1967, fue expulsado de la escuela por un hecho que se comentaría durante años: la colocación del respaldo de un asiento en el borde superior de la puerta del aula. Su caída sobre la cabeza del maestro Carlos Mariñak –quien tenía el hábito de cachetear a los alumnos– causó su hospitalización.

Desde entonces, las travesuras del niño Eduardo fueron callejeras. La más estentórea fue haber detonado una bolsa con petardos en el atrio de la iglesia durante una boda. También solía destrozar vidrieras a hondazos, y en una ocasión, agazapado tras una ventana de su hogar, disparó con un rifle de aire comprimido a las nalgas de un vigilante.

Pero su víctima preferencial fue don Carballo, el sastre del barrio al que todos llamaban “Mangulo”; se trataba de  un ser ruin que disfrutaba pinchando las pelotas de fútbol desviadas hacia el patio de su casa. El Bola lo hostigaba de diversas maneras, pero siempre sin miramientos. La escena habitualmente concluía con él poniendo los pies en polvorosa, perseguido por el sastre, que, empuñando una enorme tijera, bramaba:

–¡Vení, negro, que te corto un pulmón!

Una mañana, mientras yo jugaba con mis amigos un picadito en los Bosques de Palermo, tuvimos un altercado con unos tipos que pretendían ocupar la misma cancha. La correlación de fuerzas no nos era favorable, al punto de que uno de nuestros adversarios –un sujeto grande como un ropero– me tenía agarrado del cuello y estaba a punto de estrellar su puño en mi rostro, cuando, de pronto, un piedrazo lo derrumbó.

Había sido arrojado por El Bola, que casualmente pasaba por allí. Desde entonces, hicimos buenas migas.

Lamento guaraní

Con el tiempo, El Bola se convirtió en un verdadero cuentapropista del tráfico de porro en pequeña escala. De tanto en tanto viajaba a la localidad paraguaya de Pedro Juan Caballero, muy famosa por sus plantaciones de marihuana, para adquirir a bajo precio entre tres y cinco kilos de ese producto. Y con la ayuda de balseros guaraníes, los introducía al país a través del río Paraná.

Luego, en Buenos Aires, se dedicaba personalmente a comercializarla al menudeo hasta agotar el stock. Entonces, volvía a repetir ciclo; lo hacía unas 15 veces al año. Sus regresos era aguardados con ansiedad por los muchachos del barrio.

Pero se trataba, claro, de un negocio no exento de riesgos.

El 17 de septiembre de 1980, El Bola había bajado con su carga desde Pedro Juan Caballero hasta Asunción. Y se encontraba recluido en un hotel de mala muerte. Poco antes, se tatuó en el antebrazo una estrella de cinco puntas idéntica a la del ERP. Tal detalle no pudo ser menos oportuno: en esa misma tarde, un comando sandinista encabezado por el guerrillero Enrique Gorriarán Merlo acribilló, a pocas cuadras de allí, al ex dictador nicaragüense Anastasio Somoza. Y la capital paraguaya se había convertido en una enorme ratonera.

De modo que el pobre Bola estaba aprisionado en esa circunstancia con el agravante de que en Puerto Stroessner –todavía se llamaba así– los balseros le pedían una suma que él no poseía para cruzarlo al lado argentino. Entonces me llamó por teléfono para explicar su situación.

Yo no vivía por ese entonces en Buenos Aires. Pero aún así él pudo dar conmigo. Y mediante un giro telegráfico pude saldar aquella deuda contraída 12 años antes, cuando El Bola acudió a mi ayuda en los Bosques de Palermo.

Al año, otra de sus giras comerciales lo llevó a Brasil, más exactamente a un pueblito de Mato Grosso do Sul. Pero al intentar el cruce hacia Paraguay terminó en la cárcel de Corumbá. La noticia había llegado a Buenos Aires por vía postal a los tres meses de su arresto.

Don Cesaréo, entonces, viajó a Brasil para designar un abogado. En el ínterin, para sorpresa de todos, El Bola se dejó caer por el barrio, en compañía de un amigo brasilero. Su nombre: Alaor Ribeiro, y se trataba de un bandido rural.

Ambos habían logrado fugarse del penal, luego de reducir a los guardias con una pistola ingresada por un allegado de Alaor.

Pero esa fue la parte más simple de la evasión; el resto, una desaforada carrera por la selva con una jauría de mastines pisándoles los talones. Al final, sus perseguidores se dieron por vencidos.

Mala pata en Brasil

A fines de 1982 El Bola había emprendido un viaje a Río de Janeiro junto a un ocasional socio llamado Omar Abichaín. Y no lejos de la playa de Ipanema fue atropellado por un tranvía. Una rueda metálica pasó por encima de su humanidad, y su pierna derecha le quedó colgando de unos tendones al resto del cuerpo.

Antes de perder el conocimiento, le pidió a su compañero que le sacara la zapatilla, pues en su interior tenía un fajo de dólares.

Abichaín obedeció, pero para salir corriendo con el dinero.

Trasladado a Buenos Aires en un avión sanitario, El Bola fue sometido a múltiples cirugías. Finalmente le salvaron la pierna.

Pero su convalecencia fue dura; estuvo durante casi dos años en una silla de ruedas, con un andamiaje ortopédico atravesado en una pantorrilla. Después, por otros dos años, usó muletas. Recién al lustro pudo desplazarse por sus propios medios, aunque de una manera lastimosa, además de haber quedado más petiso.

No obstante, asimiló con entereza todo ese proceso.

Mientras tanto, Abichaín apareció acribillado en un baldío, a raíz de un ajuste de cuentas. En los últimos años había sido soplón de Toxicomanía.

Ya en los noventa, El Bola volvió a sus andanzas. Pero el mundo no era el mismo, y él tampoco.

Don Cesaréo, tras quebrar su fábrica, falleció de un infarto; su hermano menor murió en un accidente vial, y él perdería todo contacto con el resto de su familia. A partir de entonces, su presencia en el barrio fue fantasmal.

La última vez que lo vi fue desde la ventanilla de un taxi. El Bola estaba sentado sobre el pasto de la plaza Alemania. Fue en el otoño de 1998. Unos días después partió hacia Paraguay. Así, al menos, se decía en el barrio; también se decía que estaba gravemente enfermo, que tenía sida.

Lo cierto es que jamás regresó.

Sus amigos creen que dejó de existir en algún rincón de la frontera. Jamás se supo el lugar en el que yacen sus restos.

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