Por Alejandro Duchini / Especial para El Ciudadano
A mediados de los años 30, el boxeador Alfonso Teófilo Brown, Al Brown, volvía a tocar fondo. Tenía 30 años largos y era considerado uno de los mejores peso gallo. Había recorrido el mundo peleando. Campeón, su derecha era temible. Una anécdota lo pinta: en 1929 le partió la mandíbula a Gustav Humery, que cayó al suelo del golpe. No se levantó y la pelea terminó a los 15 segundos. Uno de los nocauts más rápidos registrados.
Había nacido en Panamá el 5 de julio de 1902. Familia pobre. El boxeo fue su salida hacia una vida mejor. No le fue mal. Combatió en su país, en Estados Unidos y Europa. Quedó obnubilado con París, una ciudad que parecía hecha a su medida. Boxeaba y actuaba en los cabarets, donde bailaba trap. Le encantaba la noche. Tenía una millonaria colección de automóviles y vestimentas para todos los gustos. Pero odiaba el gimnasio y tenía un promotor que lo explotaba. Lo hacía pelear una vez por semana y le robaba dinero. A ese ritmo le era imposible recuperarse físicamente. Además era negro. Mono, primate, le humillaban durante sus peleas. También era adicto a las drogas y al alcohol. Y no le gustaban las mujeres. Demasiado para aquellos tiempos de racismo y preguerra.
En uno de sus intentos por recuperarse conoció al poeta francés Jean Cocteau. Fue en un club nocturno de Montmartre. La historia entre ambos figura en Google pero nadie la cuenta mejor que el pintor y escritor español Eduardo Arroyo (1937-2018) en su libro “Panamá Al Brown: una vida de boxeador”. Cocteau, rememora Arroyo, quedó maravillado con la personalidad del deportista. Además coincidían en el día de nacimiento (5 de julio), talle de camisa y número de zapatos. “Para Cocteau era un signo”, escribe Arroyo.
Cuando se conocieron, Panamá andaba sin dinero y bailando en bares de mala fama. “Ese espectáculo me bastó para comprender que Brown estaba marcado, predestinado, que no se parecía a nadie, y que era como un diamante en un cubo de basura”, recordaría Cocteau, quien con sus contactos y su personalidad levantó al deportista hasta hacerlo reconquistar el título. Los aportes económicos para la desintoxicación y entrenamiento surgieron de la diseñadora francesa Gabrielle Chanel, Coco, amiga del poeta. Hoy se la recuerda más por los perfumes caros que por su papel de agente nazi. Chanel también valoraba a Brown y decía que era una de las mejores personas alrededor de Cocteau. A su vez, Cocteau se mostraba fascinado por el resurgimiento de su amante: “Me siento muy orgulloso de haber convencido a Al Brown de que subiera de nuevo al ring”.
Tanto que escribió en favor del boxeo en medios de tirada importante. La pareja Cocteau-Brown se hacía conocida. Al poeta se le aceptaba pero al deportista no. Cuando Panamá volvió a pelear, ante Víctor Young Pérez, Cocteau estaba ahí. La duda era cómo regresaría. El maltrecho brazo derecho estaba en recuperación. Al quinto round Brown se llevaría la victoria. Hubo otros triunfos pero ellos ya no los disfrutaban. Brown hacía tiempo que quería dejar el boxeo. “Tienes que dejar el boxeo. El ambiente deportivo te dirá que continúes y que sigas ganando. Se equivoca. Ni tu edad ni tu forma de vivir te lo permiten. Tú me habías prometido reconquistar el título, y yo a ti ayudarte hasta el final en esa asombrosa empresa. Ya está hecho. (…) Abandona el boxeo. Lo odias. No imites a las estrellas que aplazan su retirada aferrándose al pasado”, le escribió Cocteau.
Los empresarios que veían el negocio lo invocaban a seguir por más gloria y más dinero. Aunque consciente de que su tiempo se acababa, Brown iba siempre por una pelea más. Hasta puso fecha de retiro y prometió empezar su “segunda vida”. Tenía tuberculosis, sífilis y artritis. Dolores agudos en las articulaciones y el pecho. Sólo por el opio sobrellevaba las peleas y su depresión. Bebía champagne entre los rounds. “Nunca actuaré sin tomar consejo de Jean Cocteau. A él le debo la vida y el haber recuperado mi gloria”, agradecía públicamente.
A la vez, Cocteau lo dirigía en los escenarios. Música y baile. Brown era el hazmerreír de los espectadores. Y su relación con el poeta se enfriaba desde la aparición de Jean Marais, el actor y director de cine y teatro del que se había enamorado Cocteau. “La historia siempre se repite -escribe Arroyo-. Marais rescataba a Cocteau como Cocteau había redimido a Brown. El círculo estaba cerrado”.
Alfonso Teófilo Brown murió el 11 de abril de 1951 en Nueva York sin un peso en el bolsillo ni en los bancos. Los policías que lo encontraron desmayado en la calle no sabían de quién se trataba cuando lo dejaron en el Sea View Hospital. Dos años antes, en 1949, Cocteau había visitado los Estados Unidos por cuestiones profesionales que aprovechó para sacarse fotos extravagantes que serían tapa de la revista “Life”. Pero no tuvo tiempo de visitar a Brown aún sabiendo de sus padecimientos físicos y económicos.
En cambio, poco antes de su muerte, le envió un mensaje a través de periodistas de la revista “L’Équipe”. En 1962, y fiel a su condición, Cocteau recordó un final poético: dijo que su ex amigo murió mientras escuchaba esa grabación en un hospital de Harlem. Pero hay otro cierre para esta historia de amor. Eduardo Arroyo contó que Brown murió en un hospital de Staten Island y no en uno de Harlem; y puso en duda la existencia de esa cinta de despedida: “si fue grabada, no llegó jamás”. Lo cierto es que Brown murió solo y su cuerpo iba a ser enterrado como NN si no aparecían unos amigos del barrio que fingieron ser familiares. Lo llevaron a recorrer bares de Harlem durante dos noches. Después de juntar dinero, el cuerpo fue abandonado de nuevo en la puerta del hospital.
Cocteau sobrevivió hasta el 11 de octubre de 1963, cuando tuvo un infarto tras enterarse de la muerte de su amiga Édith Piaf. Su cuerpo está en el cementerio francés de Milly-la-Forêt. El de Brown, en Panamá. Más lejos, imposible.