Angustia, silencio y desolación es lo que se vive y percibe en las inmediaciones del edificio que explotó y que dejó muertes y personas desaparecidas bajo los escombros. A metros de ahí, la acera central del bulevar Oroño ya no muestra su escenario frecuente de estudiantes que van o vienen a clases o adolescentes despreocupados que andan en rollers. El paseo de Oroño no es el mismo desde la fatídica mañana del martes 6 de agosto, donde ahora no cesa el ir y venir de cientos de bomberos voluntarios y zapadores, rescatistas, médicos, paramédicos, gendarmes, policías especializados y que hacen un trabajo cuerpo a cuerpo, revolviendo entre los escombros en busca de sobrevivientes. Y a eso se agrega contingentes de ex combatientes de Malvinas y otros voluntarios.
La realidad es por momentos tan desgarradora que conmueve hasta a los hombres más avezados en tareas de salvataje. En sus momentos de descanso, algunos rescatistas esperan afuera de la zona del desastre la señal de los que están a cargo para ingresar nuevamente a levantar escombros en busca de vida. Y, salvo aquellos que conforman los equipos de elite en materia de salvataje a nivel nacional y que intervinieron en los siniestros más recordados de las últimas décadas, en varios de los que trabajan en la zona de Oroño y Salta una frase que se repite: “Nunca vivimos algo así”.
Ariel Pérez tiene 30 años y es uno de los integrantes del equipo de paramédicos voluntarios que trabaja en el lugar desde las primeras horas de ocurrida la explosión. Atiende a El Ciudadano en Salta y Oroño y la charla, aunque es breve, no deja de ser intensa. En realidad, en lo único que piensa es en volver a entrar a la zona del desastre para seguir sacando escombros. “Somos paramédicos, y todos los que estudiamos para eso deberíamos estar acá todo el tiempo”, dice. Aunque él mismo no puede hacerlo porque su trabajo de administrativo en un centro de salud de Villa Gobernador Gálvez demanda que cumpla un horario de al menos tres horas diarias “porque no hay personal en el dispensario que tome los turnos”, aclara.
Si bien a medida que pasan los días las expectativas de encontrar gente con vida en el derrumbe se vuelve más incierta, Ariel no baja los brazos, tiene fe. Casi todos los que están ahí la tienen. “Nos enteramos por los medios de la situación y empezamos a comunicarnos con los distintos paramédicos: egresados, estudiantes y ex alumnos de la carrera y nos pusimos a disposición de las autoridades para ayudar en las tareas de búsqueda y rescate”, cuenta con naturalidad.
Los paramédicos autoconvocados (y todos los que participan en las acciones de salvataje y remoción de escombros) trabajan casi sin descanso y responden a los requerimientos de la brigada de Bomberos de Búsqueda y Rescate. “Es muy fuerte lo que se vive ahí adentro”, dice, con la mirada clavada en las vallas que separan el lugar de la tragedia de las cámaras de televisión. También dice que es una situación de estrés muy grande la que pasan los familiares de las personas desaparecidas, quienes hacen vigilia las 24 horas a la espera de noticias, y es por eso que tratan de darles contención.
Entre los momentos más fuertes que Ariel recuerda haber pasado dentro de la zona del desastre está cuando le tocó atender a heridos en estado crítico. “También me movilizó mucho ver el trabajo codo a codo de otros compañeros que nunca viste en tu vida y saber que es todo por una misma causa”, dice antes de terminar la charla. Después desaparece tras el vallado, con su traje naranja, y vuelve al lugar del siniestro, a vivir en carne propia lo que durante los dos últimos años de la carrera de paramédico lo conoció a través de una suerte de simulacro de accidentes con víctimas múltiples.