Acelerar la mente es como patear una pelota. De repente uno la ve ahí cerquita y se muere por darle un chutazo (haber recalado en la Argentina me enriqueció el vocabulario, y con el que viene del fútbol podría hacerse un diccionario maravilloso) y que salga volando con fuerza y dirección, ¡qué tentación, mamita! (otra argentinidad que reemplaza al “madrecita nuestro”).
A nosotros, los del Servicio Secreto, nos pedían que nuestras mentes vayan más rápido que nuestros cuerpos y que sean como una esfera cuyo centro podía estar en cualquier lado. Durante el riguroso entrenamiento que hacíamos, digo riguroso porque no podíamos distraernos pero también por el frío que nos chupábamos (otra perlita criolla: chuparse un frío) cuando corríamos y ejercitábamos con 2° grados bajo cero y en cueros porque, claro, el coronel Dubchenko, jefe supremo de la KGB, aseguraba que de ese modo ahuyentábamos las enfermedades.
Amo el frío y la nieve, pero lo de Dubchenko siempre me pareció un poco cruel; él se sentaba con una taza que abrazaba con sus manos gruesas y tomaba de a sorbitos lo que luego se ponía en evidencia cuando nos advertía o amenazaba: nos escupía puro vodka en nuestras caras.
Decía que a mí, lo de la mente como esfera, me resultó como el redondeo, si se me permite el término, de los pensamientos, una forma de tener claro qué podíamos extraer de cada uno de los espiados. Pero además, cada vez que estuve ante una pelota apliqué la misma fórmula: mis piernas se movían solas, mi mente ya estaba lejos, festejando el pase o el gol, que he convertido unos cuantos en mi amado y ahora lejano equipo.
Y así le enseñé a hacerlo a Nikolai Vladimirevich, mi hijo querido, que después se metió en problemas cuando comenzó a jugar en un club checheno; cosas que le pusieron en su cabeza esos radicales que nosotros espiábamos desde siempre, desde que desplegaron una gran bandera en las tribunas, luego de haberles ganado el campeonato, con la leyenda “salimos del campeonato con hidalguía, la misma con la que saldremos de la URSS”.
Le hicieron la cabeza a mi pobre Nikolai, con cosas como que esa provincia nuestra era un país independiente, y él se lo creyó. Lo cierto es que Nikolai se apareció un día con una reluciente pelota en una reunión de algunos agentes destacados en una de la sedes que la Central tenía desperdigadas por Moscú, no muy lejos del Kremlin.
Lo vi entrar sonriente, acariciando el balón rojo y negro y alzar una mano para saludarme. Mis colegas hicieron algunos gestos admonitorios para que mi atención no disminuyera de los datos que los informes nos prodigaban. Pero igual saludé a mi querido hijo, y claro, mi mente ya estaba funcionando en el modo “mente más rápida que el cuerpo”, y así noté que Nikolai Vladimirevich, sentado a unos metros de nosotros, hacía fuerza con las dos manos intentando aplanar una protuberancia destacable en un gajo de la pelota.
Lo que sucedió luego lo recuerdo en una sola secuencia: mi voz retumbando entre las arcadas de la sala diciéndole a mi hijo que deje el balón en el piso (algo que creo que por mi grito hizo de inmediato): mis saltos a través de la mesa y de las sillas tumbando a alguno de los otros agentes, y la concentración para que mi puntapié direccione la pelota hacia el gran ventanal que daba a los patios traseros del edificio donde teníamos la reunión. El chutazo hizo que salga volando con fuerza y dirección y acto seguido nos arrojamos al piso para esquivar la salpicadura de vidrios de la ventana.
Igual nunca dejé de mirar mientras el balón explotaba en el aire y hacía temblar las paredes del recinto. Creí ver que el aura explosiva era redonda, una bola más grande multicolor que largaba un humo espeso que entraba por la ventana.
La ficha cayó en el medio de mi memoria: la voz exaltada de Dubchenko diciéndonos que cualquiera fuese la esfera, no existía nada que pudiera perturbar su redondez. De lo contrario, había que sospechar.