Por Alejandro Wall / Especial para El Hincha
Algunos habitantes de las casas que están sobre la calle Julio Grondona, en Sarandí, recibieron propuestas de última hora que parecían tentadoras. Les ofrecían hasta diez mil pesos y un asado a cambio de lugares en terrazas y algún ambiente con vista a la cancha de Arsenal. No importaba si se trataba de enviados de Newell’s y Central. Nadie les preguntaba. Tampoco importaba que desde el lugar elegido sólo se viera tres cuartos del campo, que el ángulo de la ventana tapara un córner, un lateral. Lo que importaba, les decían a los vecinos los visitantes, era ver un partido que desde las 15.30 definirá el pase a las semifinales de la Copa Argentina. Un partido que sólo se verá por televisión, sin público, la clase de remiendos a la que se acostumbró el fútbol argentino. Y el clásico de Rosario es la hipérbole de ese fútbol.
A los alquileres temporarios de Sarandí se les sumaron otros planes secretos para entrar a la cancha, como la compra de pecheras de ARGRA, la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina, desde donde se advirtió a los afiliados que la acreditación para el partido por los cuartos de final de la Copa Argentina es personal e intransferible. Hinchas de Newell’s y Central, se supone que miembros de las barras, merodearon la cancha de Arsenal en los últimos días. Hicieron inteligencia. Examinaron el lugar. También lo hizo la Policía Bonaerense, que destinará cien efectivos a pesar de que no habrá público.
El clásico de Rosario vive en la desmesura. No es sólo un asunto de violencia y muerte, una lucha territorial que también se incluye en las crónicas narcos. Hay también algo más primitivo, lo que lleva a los orígenes del fútbol. “Es la lógica del honor puesta en juego defendiendo un territorio, esquina, cuadra, barrio y finalmente ciudad. En ese último punto, en la disputa de la ciudad, ya es parecido a Europa”, dice el sociólogo Rodrigo Daskal.
“A diferencia de otros lugares, en donde la militancia futbolera se encuentra arraigada en sectores más populares, acá es mucho más transversal. Ir a la cancha y vestir símbolos es una costumbre. Hay una explicación irracional para que los rosarinos se vean imbuidos en el clásico”, dijo hace un tiempo en estas páginas Octavio Crivaro, sociólogo rosarino.
A nadie se le ocurre vestir una camiseta de Newell’s en Arroyito. Tampoco una de Central en el Parque Independencia. Pero las restricciones se extendieron a otros barrios de la ciudad. Dicen que por ese motivo la venta de camisetas cayó en los últimos años. No ocurre en La Plata, no ocurre en Tucumán, tampoco en Córdoba. Hay palabras como aliento, hielo, parlante y pecho que sólo son palabras en cualquier parte del país, pero que en Rosario se escuchan como una provocación.
“Rosario replica las lógicas de Buenos Aires pero con dos clubes”, explica Daskal. Desde hace unos días, incluso, hay un silencio incómodo hasta en los taxis. Nadie rompe el hielo sobre el partido hasta no saber de qué equipo es el otro. Acaso no lo noten sus habitantes, naturalizado a todo lo que rodea al clásico, pero la ciudad está envuelta en una neblina de tensión. Es un estado de suspenso, como si nada pudiera moverse hasta que el árbitro Patricio Loustau ordene el comienzo del partido. Mientras eso pase, mientras Rosario se consuma en Sarandí, habrá custodia alrededor de la cancha de Central, alrededor de la cancha de Newell’s, estarán cerradas las tiendas oficiales y se reforzará la seguridad en los bares del centro.
Si la AFA se sacó de encima el clásico organizándolo sin público, tampoco Manuel Valdez pudo con el partido más taquicárdico del fútbol argentino. Unos días después de que se supiera que un enviado de Newell’s le había pedido la tarifa por sus servicios de superstición, el Brujo de Gorina anunció que no intervendría. Dijo que lo habían amenazado, que le tiraron piedras a la casa, y que ni loco se metía. Pero con los brujos nunca se sabe. Con el clásico de Rosario, tampoco.