Por: Ricardo Ragendorfer / Télam
Todo comenzó con una llamada anónima hecha a la comisaría 1ª de Esquel.
Minutos después, dos patrulleros clavaron los frenos junto a un terreno baldío ubicado en la esquina de Chacabuco y Sarmiento. Se trataba de la zona más «picante» de esa ciudad patagónica recostada sobre la cordillera de los Andes, en virtud de una sucesión casi infinita de tugurios frecuentados por toda clase de hampones. En consecuencia, no era descabellado suponer que en uno de esos locales haya fermentado la tragedia que diera pie a la denuncia en cuestión.
Tal fue el presentimiento que se apoderó del sargento a cargo de aquella partida. Pero en realidad ignoraba el tipo de tragedia con la que se iría a topar, ya que las instrucciones recibidas desde el comando radioeléctrico no fueron en este punto muy precisas. Tanto es así que el uniformado bajó del vehículo con suma cautela, empuñando su pistola con un proyectil en la recámara. En ese instante vio de soslayo una sombra agazapada tras un arbusto. Y girando la mitad del cuerpo, apuntó sobre ella, bramando una orden incomprensible.
Entonces, en medio de la oscuridad, emergió una mujer que temblaba con las manos levantadas. Lo cierto es que el policía tardó unos segundos en percatarse de que esas manos estaban empapadas en sangre. Semejante detalle provocó su desconcierto, puesto que, a simple vista, él no pudo discernir si la mujer estaba herida o si eran manchas ajenas.
En ese mismo instante, otros dos suboficiales reducían a un sujeto mal entrazado cuya campera de mezclilla también estaba ensangrentada.
El sargento caminó hacia ellos, pero a mitad del trayecto, abriéndose paso entre la maleza, tropezó con algo. Grande fue su impresión al descubrir que era un cuerpo que yacía sobre un charco rojizo.
La expresión del rostro era perturbadora; en parte, porque aquel hombre tenía una fractura de cráneo y la masa encefálica desprendida. Aún así, respiraba, inhalando no sin esfuerzo atroces bocanadas de oxígeno. Sin embargo, lo que más asombró al policía era que la víctima tuviera los genitales al descubierto y el pantalón enrollado a la altura de los tobillos. Alrededor de él estaban sus zapatillas, una billetera y un atado de cigarrillos. Y más lejos, el objeto que lo malogró: una piedra de laja cuyo canto estaba impregnado por pequeños trozos de su propio seso.
Corría la madrugada del lunes 11 de febrero de 2008.
El tipo exhaló su último suspiro algunas horas después en el Hospital Zonal de Esquel. Y fue identificado como Luis Oyarzo, un changarín de 38 años. Según sus allegados, era un sujeto de personalidad pendenciera. Según la policía, no era imposible que debiera alguna muerte.
Por la suya terminaron procesadas las dos personas sorprendidas en el lugar del hecho. Una era nada menos que la hermana del difunto, Graciela de las Nieves Oyarzo, de 25 años; la otra, su pareja, Ismael Corbalán, de 31.
La pesquisa supo determinar que, al momento del hecho, la mujer estaba bajo los efectos de psicofármacos mezclados con alcohol. El hombre, por su parte, alegó una “pérdida temporal de la memoria”, según consta en el expediente.
El asunto pasó sin pena ni gloria como un simple “homicidio en riña”. Sin embargo, allí subyacía una espeluznante historia.
Delicias de la vida conyugal
Los Oyarzo habían sido siete hermanos. Luis era el mayor y Graciela la última en nacer. Hacia 2003, ambos vivían juntos en una casa de ladrillos sin revocar situada en un arrabal de Esquel. Desde el zaguán se divisaba un patio de tierra.
Desde allí, Corbalán –que era amigo de Luis– vio a la joven por primera vez. Graciela era de tez morena y ojos rasgados. Y bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. El visitante quedó fascinado con ella. Aquel muchacho acababa de salir del penal de Rawson tras purgar una condena por robo. La mujer, por su parte, también había tenido algunas cuentas pendientes con la Justicia: una causa por robo calificado con armas, otra por comercialización de drogas y, en los últimos tiempos, había sido denunciada por dos hombres que aseguraban haber sido drogados y desplumados por ella.
Se podría decir que esos dos seres eran como almas gemelas. Y la empatía entre ambos no tardó en manifestarse. No obstante, Luis mantenía ante los prolegómenos de aquel amor una actitud de recelo.
Por ello, Corbalán sintió cierto asombro cuando, durante una fría noche de invierno, el hermano de su pretendida le dijo:
–Yo me voy a un boliche del centro. Ahí la tenés a la Graciela
El tono era entre mandón y cordial. Ismael quedó de una sola pieza, sin saber qué cara poner. Y Graciela, con un inocultable nerviosismo, iba de un lado a otro con el mate en la mano.
Aquella noche, los flamantes novios consumaron la relación. Desde ese momento fueron inseparables.
Luis al principio los acompañaba en sus salidas. Hasta que una changa lo llevó a Trelew. De regreso, halló a Ismael instalado en su hogar, cosa que remedió de manera poco diplomática. Por aquellos días se hizo más taciturno, al punto de que solía embriagarse solo en los bares de la calle Chacabuco. Y los vecinos, que estaban al tanto de su temperamento posesivo, previeron con una dosis de morbo la rivalidad latente entre los dos amigos.
En tanto, Ismael llevó a vivir a Graciela a un rancho, emplazado en la otra punta del barrio. La mantenía con pequeños robos, mientras que la mujer aportaba lo suyo vendiendo sobrecitos de cocaína groseramente cortada con borax, a la vez que consumía con avidez su propia mercancía. Al año nació el fruto de aquella unión, al que bautizaron Jéssica. En los rasgos de la pequeña prevalecía la rama materna, al punto de que su mirada era idéntica a la del tío Luis, quien se convirtió en el padrino.
No obstante, el vínculo entre éste y su cuñado –por motivos que Ismael no llegó por entonces a comprender– se hizo más vidrioso.
Al principio, cada tanto, Luis se dejaba caer en el hogar de la pareja. En aquellas oportunidades solía enfrascarse en largas conversaciones con Graciela, de las cuales Ismael quedaba afuera. Dichas pláticas solían culminar de manera sumamente tensa, en parte por la ginebra que aquel hombre iba ingiriendo.
Después, sus visitas se hicieron más espaciadas. Hasta que, finalmente, dejó de frecuentar aquel lugar. Pero no por ello se quebró el lazo entre él y su hermana, ya que a partir de entonces era ella la que visitaría la choza de Luis, a veces con Jéssica, pero casi siempre sola, dejando a la niña al cuidado del papá.
Desde luego que éste no sentía demasiado beneplácito ante la creciente presencia de su mujer en la casa del hermano. Y se lo planteó sin mediatintas. Pero Graciela, visiblemente alterada por el cuestionamiento, adujo que Luis trabajaba mucho y estaba solo. Y que la necesitaba para las cosas de la casa, como cuando ella vivía con él.
– ¡Que se busque una mina! –le gritó entonces Ismael.
Por toda respuesta, Graciela rompió en llanto.
Tal situación no varió con el correr de los años. Ella iba diariamente a lo del hermano, e Ismael hasta llegó a aceptarlo con un dejo de resignación. Pero en los últimos tiempos comenzó percibir un estado de alteración en su pareja, cuyo ánimo oscilaba entre la euforia y la depresión. Mientras tanto, no paraba de consumir todo tipo de sustancias. Todo iba de mal en peor. Y él hasta trató de hablar de eso con Graciela, pero fue en vano.
El asunto no tardaría en estalla de la peor manera.
Adiós hermano cruel
Durante un atardecer de febrero, mientras Graciela se encontraba en lo del hermano, Ismael –que estaba con Jéssica– se quedó sin llaves, por lo que no dudo en ir hacia la casa de Luis.
Al llegar, vio la bicicleta de ella estacionada bajo el alero. Y golpeó la puerta sin obtener respuesta. Fue cuando escuchó un gemido cuya resonancia le resultó familiar. Entonces, atrapado en un estupor que él jamás imaginó que podía existir, quedó paralizado, mientras la niña caía de sus brazos. Su llanto alertó a la madre, quien se asomó por la puerta ataviada sólo con una toalla.
En ese preciso instante quedó sellado el destino de todos ellos.
Días, después, en el transcurso de la madrugada de aquel fatídico lunes, Graciela e Ismael acudieron al “Black & Jack”, uno de los tugurios de la calle Chacabuco. Se notaba que tenían varias copas de más.
Luis estaba al costado de la barra intentando embocar una moneda en la ranura de la fónola, sin notar la presencia de la pareja. Hasta que los gritos de ella concitaron su atención.
Los parroquianos aseguraron que Graciela le reclamaba algo a Ismael. Y que, ante la rotunda negativa de éste, la mujer abordó a su hermano. Y que juntos abandonaron el lugar. Y que Ismael salió tras ellos.
Los parroquianos aseguraron que Graciela le reclamaba algo a Ismael. Y que, ante la rotunda negativa de éste, la mujer abordó a su hermano. Y que juntos abandonaron el lugar. Y que Ismael salió tras ellos.
En esa época, el carácter incestuoso de semejante triángulo ya era en el barrio un secreto a voces. Por tal motivo nadie tomó muy en serio el incidente; sólo algunos curiosos se asomaron a la vereda. Fue cuando lo vieron a Ismael al apartar con violencia a Graciela de Luis. También vieron que éste sonreía maliciosamente. Finalmente vieron la piedra de laja al precipitarse una y otra vez sobre su cabeza.
Uno de ellos llamó a la policía. El resto, lentamente, regresó a sus tragos.