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El Cura Pérez, un hampón que fue corresponsal desde la cárcel de Devoto

Juan Carlos Pérez, "El Cura", recibió ese alias porque uno de los primeros ítems de su curriculum delictivo fue el robo a una agencia bursátil vestido con una sotana. Asiduo visitante de penales de medio país, gracias a su buena prosa fue "cronista carcelario" para varios medios

Por algún extraño designio del turismo penitenciario, él había recalado en la cárcel de Rawson. Desde allí, el 12 de septiembre de 1989 envió una carta a la redacción del diario Nuevo Sur. Lo primero que me llamó la atención fue su excelente prosa.

El tipo aseguraba que otro preso le había revelado el sitio en el que estarían los restos de Rodolfo Clutterbuck, un directivo de Alpargatas secuestrado el 16 de octubre de 1988.

Cacho Novoa –mi jefe en la sección de Policiales– esbozó una sonrisa, porque sabía que las presuntas coordenadas de aquella inhumación clandestina se habían convertido en una excusa para todo convicto recluido en una prisión lejana que deseaba ser trasladado a un lugar de detención más cosmopolita.

Sin embargo, no dudó en hacerle llegar al juez Nelson Varazo –que tramitaba esa causa– el dato en cuestión. Y éste se apuró en disponer la comparecencia del recluso en su despacho, no sin antes alojarlo en un penal capitalino.

La noticia de dicha mudanza nos llegó en una segunda misiva, esta vez entregada en mano por su pareja, una mujer menuda y todavía joven que respondía al nombre de Celia. Al leerla, nuevamente me sentí algo sorprendido por su manejo de la escritura. Y Novoa también. Lo cierto es que ello bastó para que tomáramos una decisión: convertir a ese hombre en nuestro corresponsal en la cárcel de Villa Devoto.

Aunque –como era de suponer– las excavaciones emprendidas a raíz de su testimonio arrojaron resultados negativos, él no fue devuelto a Rawson. Por lo tanto, comenzó a desarrollar su nuevo oficio ya definitivamente instalado en el presidio de la calle Bermúdez.

Y con un arranque promisorio, dado que por su intermedio pudimos fogonear algunas primicias; entre ellas, la existencia de una red compuesta por oficiales del Servicio Penitenciario dedicada a la venta de armas robadas en el arsenal de Devoto.

También logramos tener acceso a la palabra de los presos más codiciados por la prensa, además de conseguir datos de casos sobre los que otros medios únicamente poseían la versión policial. En paralelo, todos los martes publicábamos su propia columna, intitulada “Desde mi celda”.

Al respecto, recuerdo una en particular. Trataba de un convicto que solía quejarse amargamente de no ser visitado por sus parientes; esa nota, que abordaba de un modo conmovedor el tema del desamparo carcelario, contenía una detalle final: el tipo estaba preso por haber asesinado a toda su familia.

Al principio, la comunicación con el autor de aquellas historias fue solo epistolar. Hasta que, durante una lluviosa mañana de octubre, acudí a su lugar de residencia. Los guardias revisaron con celo los cigarrillos que traía para él. Luego, mientras avanzaba por el pasillo que conduce al locutorio, temí por un instante no reconocerlo. Sin embargo, una silueta emergió del fondo para ir a  mi encuentro. Era Juan Carlos Pérez, a quien todos llamaban «El Cura”. Luego supe que arrastraba ese mote desde que asaltó una agencia bursátil disfrazado con una sotana.

Una de las tantas notas que escribi El Cura desde su celda

El laberinto de la soledad

La crcel de Villa Devoto donde El Cura inici su carrera periodstica

 Mucho antes de que Pérez se convirtiera en El Cura, exactamente durante la madrugada del 30 de julio de 1964, tres muchachos ingresaron al Pusycat, un cabaret ubicado en la zona del Bajo. Uno de ellos era él.

Su Smith & Wesson le pesaba en la cintura. Pero vaciló en desenfundarla. El más vehemente de los recién llegados –al que le decían «El Pájaro»– ya lo tenía encañonado al cajero; el otro –un tal Tito– lo cubría desde una pequeña tarima. Y Juan Carlos estaba como inmóvil. Era su bautismo de fuego en el delito.

Lo cierto es que el trío había planificado ese golpe con esmero; ello incluyó un minucioso trabajo de inteligencia previa y el robo de un Chevrolet 400 para evacuar el lugar. Ahora todo parecía ir sobre rieles. Pero, de pronto, el adicionista intentó resistir. Fue el puntapié inicial de un trágico fracaso: El Pájaro le prodigó un culatazo en la cabeza con tan mala fortuna que se le escapó un tiro; el proyectil dio de lleno en la frente de Tito, que murió antes de caer sobre una mesita. Entonces hubo gritos, más disparos y un desaforado repliegue. En la esquina se toparon con un patrullero. El Pájaro terminó acribillado y Pérez, en la vieja penitenciaría de Caseros. Fue su viaje iniciático al país de las rejas.

–Aquella vez estuve preso seis años, un mes y tres días.

Pronunció aquella frase enarcando sus tupidas cejas, antes de quedar en silencio. Estábamos sentados en el rincón de una sala llena de presos y visitas. Mi anfitrión ahora parecía concentrado en el agua que vertía sobre la yerba; en realidad calibraba sus próximas palabras. Entonces, soltó:

–Estar por primera vez en una cárcel fue para mí como haber ingresado en el reino del revés. Porque cuando estaba en libertad pensaba que ser ladrón era algo que se decía muy bajito, en un círculo íntimo. Pero lo que en la calle se confiesa por lo bajo, en la cárcel se dice abiertamente. Y hasta con orgullo. En mi caso, mitigaba las horas muertas del encierro escuchando a los presos más veteranos; ellos, claro, no hablaban de otra cosa que de delitos. Y poco a poco fui aprendiendo. Entré a la tumba siendo apenas un ladroncito y obtuve la libertad hecho ya un ladronazo. Salí el 5 de septiembre de 1970.

Tras evocar la fecha, el Cura quedó otra vez en silencio. Luego, añadió:

–Aquella vez estuve afuera trece meses y seis días.

Y –según su relato– tal lapso habría sido intenso. En resumidas cuentas, el ex convicto no tardó en volcar a la práctica las enseñanzas adquiridas detrás de los muros. Tanto es así que, después de asociarse con dos viejos conocidos de la cárcel, emprendió una meteórica carrera contra la propiedad privada. Sus blancos preferenciales fueron inmobiliarias, fábricas y empresas. Fue en esos días cuando ocurrió el episodio de la sotana. Por entonces, cuando la ocasión le era propicia, El Cura también solía perpetrar asaltos unipersonales.

–Una vez me dieron el dato de que había un despachante de aduana con tres kilos de oro en la casa. El tipo vivía en Palermo. Yo lo vigilé durante días. Y una tarde me mandé. Pero, en medio de una distracción mía, ese tipo se me rechifló; se me vino encima con una cuchilla. Era mi vida a la de él.

Por ese hecho, Pérez fue nuevamente preso y condenado por “homicidio en ocasión de robo”. Era la pena que aún estaba purgando.

Ahora, en esa mañana de octubre, servía el último mate justo cuando un guardia anunció la finalización de la visita. Afuera seguía lloviendo.

El fantasma de la libertad

Nuestro hombre en Devoto continuó escribiendo sus columnas hasta fines de 1990, cuando el diario dejó de ser editado. A partir de entonces –gracias a una gestión de Novoa–, comenzó a publicar en «Esto», la legendaria revista policial dirigida por Pancho Loíacono.

Prez en la foto de sus columnas

Yo lo seguía visitando cada tanto. Después fue trasladado a la Colonia Penitenciaria de Ezeiza. En febrero de 1993 recobró la libertad. Mi reencuentro con él ocurrió en un departamento de la calle Piedras que un amigo suyo le había prestado. El Cura vivía allí con Celia. Su actitud no parecía ser la de alguien que había pasado 23 años seguidos en la sombra. En aquella ocasión comimos un asado que se prolongó hasta la madrugada.

Algunos meses después fui convocado por Fabián Polosecky –a quien todos llamábamos “Polito”– como investigador de su programa «El otro lado». Y El Cura fue uno los entrevistados.

El diálogo entre Polito y él se desarrolló en una mesa del bar Británico.

–Estoy libre desde hace tres meses y una semana. Antes contaba los días que me faltaban para salir; ahora cuento los días que me sobran –dijo, a modo de de presentación.

Polito, entonces, preguntó:

–¿No pensás que en algún momento vas a dejar de contar?

–Ojalá. Pero la libertad no es la fantasía que uno tenía estando en cana. Allí uno piensa: «Cuando esté afuera se acabarán los problemas». En realidad se acabaran todos los problemas de la reja. Y empiezan otros; porque a fin de mes hay que pagar el teléfono, la luz y las expensas. Tengo que mantener a mi familia, y las tentaciones son muy grandes. A veces me siento como los tipos esos que van a Alcohólicos Anónimos: ellos se prometen a sí mismos no beber durante las próximas 24 horas. Yo hago lo mismo: trato de aguantar 24 horas sin salir de caño.

Por algún motivo, El Cura no quiso salir por TV a cara descubierta. En consecuencia, le pusimos una barba postiza. A pesar de que nos había costado unos 100 dólares, era muy bizarra; con ella, El Cura parecía el villano de las películas de Chaplin. Al concluir la entrevista, luego de saludar a todos con un apretón de manos, detuvo un taxi y partió… con la barba.

Fue la última vez que lo tuve ante mis ojos.

Durante la mañana del 4 de diciembre de 1995, después el asalto a una ferretería de Almagro, los dos autores del hecho emprendieron una vertiginosa huida a bordo de una moto. El dueño del local –un policía retirado– trató de frenarlos a balazos. Uno de los pistoleros fue alcanzado en la espalda. Y se desangró poco después.

El Cura Pérez había dejado, para siempre, de contar los días.

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