Ana María Casanova, la jovencita que hace poco más de cincuenta años debutaba en la Calle Corrientes en el teatro de revistas, esa misma que desde un comienzo corría a los capocómicos de su habitual y “aceptado” lugar de comodidad donde las mujeres eran objetos, para plantarse, como sujeto, con su natural estelaridad y su insoslayable presencia escénica, lo hizo una vez más.
“Tapate vos, imbécil”, respondió Moria Casán, como la conoce el mundo, y se volvió tendencia por dos días. Le respondió así a una desubicada y odiante usuaria Twitter luego de que circulara el domingo una foto de la actriz en bikini, en una playa de Mar del Plata, y la ignota Sole Mari escribiese, usando esa foto: “Tápese señora @Moria_Casan, ubíquese cómo lo que es, una mujer mayor”.
El apoyo unánime a Casán en redes sociales y medios de comunicación, más allá de que ella no sólo no lo necesite sino que seguramente no le importe demasiado, habla de un cambio de perspectiva en la opinión: la viralización de la foto de una mujer real, de más de 70 años, en bikini, en una playa, libre y feliz, volvió a instalar el tema de la libertad y los cuerpos reales y del derecho de cada uno de disfrutar de su cuerpo como más le guste, pero sobre todo, la idea de que esa necesidad de opinar sobre los cuerpos de las y los demás, a favor o en contra, está en desuso.
Al mismo tiempo, queda claro que esa mefistofélica tendencia en Instagram donde reinan los filtros es mentirosa: los cuerpos reales son otros y cada uno/a tiene derecho a la libertad de su propio cuerpo, el que sea y como sea, y a mostrarse como quiera o le parezca.
Moria, el “Obelisco con tetas”, la dueña de la “lengua karateca” la reina referencial de la diversidad, la gran creadora trash de una catarata de frases celebradas por cientos de miles de personas en las redes sociales, la imitada hasta el hartazgo, la que fue parte de la picaresca argentina de los 70 pero supo siempre reinventarse para convertirse en una actriz y conductora televisiva con un estilo único, es una mujer sin imposturas ni especulaciones, corrida de la mediocridad de una farándula empobrecida y descartable donde los emergentes mediáticos tienen fecha de vencimiento, como la mayoría de los programas del presente, y alguien que puso en jaque la supuesta virtud de la juventud que per se no es más que eso, unos pocos años vividos.
A los 76, Moria, que se corre del lugar de “diva nacional” en el que algunos suelen ponerla, sobre todo si se tiene en cuenta que la triada la completan Mirtha Legrand y Susana Giménez de las que la separa, más allá del olor a naftalina de las blondas, un abismo no sólo en su conciencia de clase sino, y sobre todo, en materia de talento y capacidad para volver a un primer plano una, mil y todas las veces que se le antoje, reivindica la libertad de los cuerpos, pero no es de ahora y no es postura, es el resultado de las decisiones de una mujer, única, como suele decir por “una razón filosófica”, sin moldes ni ataduras.
Hace casi 30 años, en 1994, Moria inauguró Playa Franka, la primera playa nudista del país, en Mar del Plata, y aunque quizás eso sea hoy anecdótico, abría la puerta, con sus cortes de corpiños, a “un lugar libre y para todo el mundo” como definía a ese espacio y a tantos otros que gestó desde la diversidad y la inclusión, una bandera que la envuelve desde siempre, porque Moria es una referente, un espejo para las diversidades argentinas muchísimo antes de que se puedan agrupar dentro del colectivo LGTBIQ+.
Casi al mismo tiempo, llevaba a su cama a los referentes políticos argentinos en el recordado y desopilante A la cama con Moria y lograba lo que nadie: descontracturar sus discursos armados, llenos de especulaciones para, al menos por un rato, mostrarlos humanos, cercanos, posibles y con algún que otro rasgo de sentido del humor, otra de sus grandes banderas y virtudes.
Del mismo modo que en el presente resignifica en escena a Brujas, un clásico del teatro argentino estrenado en 1988 (más allá de que su autor, Santiago Moncada, sea español) que, como ella, se adelantó temáticamente más de tres décadas al presente, o le puso recientemente el cuerpo a Julio César, en el clásico homónimo de William Shakespeare bajo la dirección de José María Muscari y viajó a España e inauguró la 68ª edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida con un clásico travestido y andrógino, Moria Casán es bastante más que un ícono del espectáculo argentino.
Moria, La One, es una artista a la que los desafíos la mantienen vital y con una claridad discursiva sorprendente que incomoda la falsa o supuesta incorrección del medio en el que ella, como nadie, supo sobrevivir, porque desde la hora cero supo que “la libertad pasa por elegirse siempre”. Y lo supo desde el primer día que pisó un escenario. “…El resto es silencio”, diría Hamlet, y Moría retrucaría: “El decorado se calla”.
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