Cuando terminó el Mundial de Rusia me di cuenta de que tenía un grave problema: no me acordaba de nada de los mundiales que había visto, sólo tenía en mis ahorros algunas sensaciones del Mundial del 78 y del 86, pero de los otros nueve nada de nada. Era tal el nivel de amnesia que, para saber el año de un Mundial, tenía que empezar desde el 78 o del 86 y sumar de a cuatro para establecer el año preciso en el que se jugó. Y ni me pregunten el país, las sedes o el DT de Argentina por esas fechas. Blanco total.
En casa siempre fui un paria futbolístico, un bicho raro, un nerd. Aún lo soy, pero una extraña mutación futbolera me atrapa para la época del Mundial y un monstruo tipo Hulk me invade y me pongo sonso, sensible y algo nervioso.
Dicen que la adrenalina marca el aprendizaje, el amor y los traumas. Y en estos cambios que sufro para el Mundial es que recuerdo con precisión, más bien siento, porque son eso, sensaciones, los dos momentos cuando empecé a admirar y a querer a dos personas que se dedicaban a patear el “futbol” como le decían a la pelota en el San José.
El primer momento fue esa rara calesita entre Kempes y Bertoni para meter el tercer gol contra Holanda en el Mundial 78. No lo podía creer, Bertoni lo barrileteó a Kempes (hay que mirar el video para entender) y metió el gol. Esos dos tipos me parecieron “Starsky y Hutch” y Kempes era Starsky, el que yo quería ser.
El otro momento fue el segundo gol de Maradona a los ingleses. Salí al patio de casa con el grito apagado en la boca y no pude… No pude. Salió sólo un gracias, uno bajito.
Me costó querer a Maradona, pero ese fue el momento, si alguien me pregunta, cuando de a poco decidí empezar a quererlo. Y fue un camino largo donde Diego me ganó cada pulseada. El último acto de amor no fue de él, fue mío, fue entenderlo en toda su humanidad de semidiós, de sacarme de encima todo el razonamiento “clasemedia” y juntar todas las emociones que me regaló, y mirar una mano y la otra, y decidir con cuál me quedo. Y me quedé con esa. No hace falta explicar con cual. Vos me entendés.
Y después apareció Lio. Y en esas historias de amor de segundas o terceras vueltas las cosas se ponen raras. “El amor después del amor” parece imposible, se compara constantemente y nunca se llega a la altura: que le falta garra, que no tiene amor por la camiseta, que es un nene rico pateando la pelota, que es más español que argentino, que es un perro, que tiene Asperger…
Pero entonces lo vi jugando con sus hijos a la pelota en el living de su casa, y de repente también me di cuenta que ya tenía 35 años y que había madurado. Y no sé cómo ese día vi el video de su arenga antes de salir a jugar la final de la Copa América 2021 y, como un rayo cegador, y a pesar de ser el mismo tipo de un segundo atrás, se transformó y dio la talla de quien debería ser. Ese día, empecé a aceptar todo aquello que no tenía explicación, y sigue sin tenerla, y bajé los brazos para dejar de pelear y aceptar un abrazo. Fue amor. Ese fue el día.
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