Por Claudia Cesaroni (*)
¿Dónde estamos paradxs? ¿Desde dónde discutimos las posiciones antipunitivistas?
Desde la asunción de Javier Milei a la presidencia de la Nación, y aun antes, durante la campaña electoral, se hizo carne en una amplia proporción de nuestra sociedad, incluidos sus sectores más vulnerados en sus derechos y más postergados -por ejemplo, personas privadas de libertad y sus familiares- una idea: hay que sufrir, está bien sufrir el tiempo que sea necesario, para que el país, de una vez por todas, salga adelante.
Ajustar las clavijas sobre los cuerpos individuales y sobre el cuerpo colectivo, no importa que sangre, no importa que duela.
El concepto de sufrimiento como ordenador de las vidas de las personas incluye innumerables aspectos: sufrir porque no podés comer lo mismo que hace algunos meses, sufrir porque no podés mantener el alquiler, sufrir porque no podés ir de vacaciones, sufrir porque no podés sostener la prepaga, sufrir porque no te pagan el salario a tiempo, sufrir porque te quedás sin trabajo.
Todo ello, siendo “inocente”.
No hiciste nada malo, no robaste, no mataste, no te quedaste con un objeto ajeno, no traicionaste la confianza de nadie, no lastimaste a una persona. Solo vivís en la Argentina, y te estuvieron engañando “durante cien años” (casualmente, desde el primer gobierno democrático, el de Hipólito Yrigoyen), y haciéndote creer que tenías derechos.
Muchxs de nosotrxs construimos nuestras militancias sobre la base de una frase de Evita que escribimos en paredes y textos: “Donde hay una necesidad nace un derecho”.
Pensamos siempre que ese mandato debíamos cumplirlo como militantes, como funcionarixs públicos, como docentes, como compañerxs.
Y entendimos que no había límites en cuanto a ver a las personas como sujetxs de derechos. Todas las personas, aun las que hubieran cometido un delito, tienen derechos.
Sus familias también tienen derechos, porque nos aprendimos otro concepto: “La pena no debe trascender de la persona del delincuente”. Es decir: el dolor, que es la pena, no se extiende a su familia ni a sus amigxs.
Pues bien: todo eso ha sido puesto patas para arriba.
Como un tsunami, avanzaron las posiciones que llaman privilegios a los derechos, y que excluyen a una porción de la población de toda garantía.
Primero, en lo discursivo: llamando legítima defensa a dispararle a alguien por la espalda o linchamientos a los homicidios alevosos de una persona inerme.
Si habían intentado robar un celular antes, o ingresar a un domicilio, ya han perdido el derecho a la vida. No solo eso: en un avance de esas posiciones políticas, en la norma que pomposamente el gobierno nacional llama “Ley bases y puntos de partida para la libertad de los argentinos”, se incluye un apartado penal.
Entre otras cuestiones, como la penalización de la protesta social, se incluye la materialización de estas ideas que primero lograron meter en la cabeza de la gente a través de los medios y de la repetición: quien sale a delinquir no tiene derechos.
Se lo puede matar con un balazo por la espalda, aunque ya esté en fuga y no represente un peligro. El único peligro es que se escape, y haya que ir a buscarlo. Entonces, para acelerar los tiempos, se lo puede matar.
Es lo que hizo el policía Luis Chocobar, y fue en su momento construido como un héroe por el entonces presidente Mauricio Macri y la entonces -y ahora- ministra de Seguridad Patricia Bullrich.
Eso era y es previsible. El problema es que nadie, desde lo que llamamos el campo popular, se atreva a discutir esa posición. Nadie que no fuéramos los y las diez de siempre. Nadie que tuviera un cargo público, nadie que arriesgara que lo llamaran “defensor de delincuentes” se plantó diciendo que eso era un delito grave, que recordaba la “ley de fuga” de la dictadura.
La escena pública fue ocupada por Bullrich, Macri, Carolina Píparo, María Florencia Arietto, justificando lo que hizo Chocobar, y por los medios que acompañan sus miradas.
Entonces, a Chocobar lo condenaron a una pena vergonzosa: dos años, por exceso en el cumplimiento del deber, lo que supone que matar a alguien por la espalda es cumplir con el deber de un buen policía, solo que quizá podría haberlo hecho con un tiro en vez de siete.
No importa, lo que se construyó en ese caso es la legitimación para el accionar policial. Y, del mismo modo cuando Bullrich y Sergio Berni salieron a defender el accionar del pobre jubilado quilmeño que, harto de que le ingresaran a la casa, salió con un arma, corrió a un tipo que estaba lastimado y lo remató en el piso.
¿Pero qué es peor ahora? ¿Qué propone el gobierno de Milei en estos casos? No solo legitimarlos, sino impedir que las víctimas directas o indirectas querellen cuando se trate de este tipo de acciones.
O sea: la mamá de Juan Pablo Kukoc, el adolescente asesinado por Chocobar, no podría reclamar, no podría querellar, porque antes de recibir un tiro por la espalda, su hijo había intentado cometer un delito.
La gravedad de esta propuesta prácticamente ha quedado ocultada, o reducida al pataleo de lxs pocxs que nos ocupamos de estos temas.
No es una cuestión que provoque ríos de tinta, horas de televisión y de radio. Parece un tema menor. Y yo creo que refleja la enorme brutalidad de la época. La construcción de una categoría de personas que carecen de todo derecho. Si se empieza por el derecho a la vida, ¿qué podemos esperar entonces de los derechos de las personas privadas de libertad?
Si las personas “inocentes” tiene que sufrir, tienen que perder lo que pensaban que eran derechos y eran puros privilegios, según la mirada oficial, para en veinte, o treinta o cuarenta y cinco años, gozar de una vida mejor, ¿qué podemos reclamar para quienes son culpables de haber cometido un delito? ¿Cuánta pena, cuánto dolor, cuánto sufrimiento les toca?
En este panorama desolador, creo que la tarea es insistir, tozuda y esforzadamente, en nuestros temas.
No está bien negarle derechos a ninguna persona.
No está bien matar por la espalda.
No está bien patear a alguien en el piso hasta matarla.
No está bien negarle a una víctima su derecho a buscar justicia, haya hecho lo que haya hecho.
No está bien cometer crímenes desde el Estado para enfrentar al crimen.
No está bien enterrar a personas en la cárcel de por vida.
Y hay que decirlo ahora, antes de que el tsunami arrase con todo.
(*) Abogada por la Universidad de Buenos Aires y magíster en Criminología por la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Cofundadora del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (Cepoc).