El primer juicio contra la banda de Los Monos comenzó en noviembre de 2017. Medios de todo el país, seguridad extrema y la promesa de grandes revelaciones que no sucedieron fueron la antesala de un proceso oral en el fuero provincial que empezó de una manera curiosa. Y con el claro desafío al poder de un modo si se quiere lúdico: es que en esa época las balas no sonaban sobre las fachadas de la Justicia y todavía no se había modificado el rostro de la ciudad, un rostro violento donde los plomos se cobran vidas en los barrios y dejan perforaciones en las puertas de instituciones y viviendas céntricas.
Ese día, el 21 de noviembre de 2017, eran ocho los monos que sentaban en el banquillo. Ese día, enviaron la primera apretada al Poder Judicial. En señal de protesta, ya que pretendían volver al penal de Piñero los días en los que no se llevara adelante el juicio, se sacaron la ropa y esperaron en medias y calzoncillos la respuesta a su reclamo. La negociación duró tres horas.
Cuando todo parecía zanjado y fueron trasladados al lugar cercano a la sala de audiencias se enteraron que el problema no estaba resuelto, por lo que volvieron a sacarse la ropa. “Hace dos días que no nos bañamos ni nos dan de comer”, alcanzó a decir uno de los internos una vez sentado en el banquillo. Pero, rápido, volvieron atrás, y los tres reclusos que habían llegado fueron sacados de la sala. Ahí, otra vez, volvieron a quedarse en calzoncillos y medias. Y según algunos testigos también rompieron la ropa. Cuando la Justicia accedió a que esa noche volvieran a la cárcel de Piñero, buscaron ropa y media hora después los reclusos llegaban en medio de los flashes de los fotógrafos.
De ese juicio oral y público por asociación ilícita y homicidios queda también otro recuerdo desagradable: la llegada del hasta entonces experto en seguridad de la gestión macrista Marcelo D’Alessio. Entró al Centro de Justicia Penal, habló con uno de los acusados en el juicio y después se entrevistó varias veces con integrantes de la familia Cantero con el objetivo de venderles protección. Meses después terminó preso. Una carpeta en su computadora con la palabra Rosario daba cuenta de su seudoinvestigación contra el entonces gobernante Socialismo.
También empezaba, tras las condenas de abril de 2018, un teatro de terror contra el Poder Judicial que consistió en un comienzo en balear las casas en las que los funcionarios judiciales habían vivido antes y de las que ya se habían mudado, jueces y fiscales que habían intervenido en las distintas instancias del proceso, en las que policías luego condenados como integrantes de la banda de Esteban Alvarado cumplían roles clave en la división que construyó las pruebas contra Los Monos.
Ese camino, que se iniciaba como un plan demasiado bien orquestado, sobre todo porque esas balas, las que pegaban contra la Justicia no se habían cobrado vidas, abrían un camino que nadie pudo frenar: Guille Cantero sumó desde entonces varias décadas de pena, muerto en vida, condenado sin posibilidad de volver a ver la calle. El negocio de la droga, la extorsión y las usurpaciones comenzaba a disputarse de otra manera con el resto de las bandas.
Cuando las balas comenzaron a agujerear vidrios, aberturas y mampostería oficiales, también reforzaron esa metodología en los barrios, cuando la intención primaria no era causar muerte. Reclutar tiratiros siguió como algo fácil: pibes de distintos barrios desafiaban el poder y ahora también a los vecinos, sembraban miedo, sumaban prestigio y algunos pesos. Guille también.
Desde la cárcel, como una voz en el teléfono, el líder de Los Monos se volvió aún más fuerte: diversificó el negocio y a la vez lo resumió en una frase: plata o plomo. Con un ejército de de tiratiros y un flow cash que le arrojó cada vez mayor liquidez, sin nada que perder, se dio el lujo de sentarse este viernes en una sala de audiencias vía zoom y decir sin problemas que su ocupación es: “Contrato sicarios para tirar tiros a jueces judiciales”. Cuando el juicio termine, si es condenado, sumará 86 años de prisión. Como si fuera nada, como si pudieran agregarle cuarenta o cien más.
Un año después de aquel primer juicio, Los Monos fueron acusados por primera vez por tráfico de drogas en el caso Los Patrones. Con un espectacular operativo de seguridad y sin mayores problemas más que las críticas por los flashes de los fotógrafos sobre los rostros de las mujeres que presenciaban el proceso, algunas de ellas acusadas y con prisión domiciliaria o en libertad, los integrantes de la banda siguieron sumando años de condena.
Durante años Los Monos fueron el enemigo público número uno y el resto de las bandas, todas con apoyatura en algún despacho oficial, pudo aprovechar los pliegues que dejaba ese relato. Una causa judicial que comenzó como una asociación ilícita en el juzgado de Juan Carlos Vienna, con la División Judiciales como investigadora, una causa plagada de irregularidades que amenazaba en terminarse en un juicio abreviado que nunca fue. Finalizó en un juicio oral que a la vez sirvió como trampolín de una saga inolvidable.
Fueron ríos de tinta lo que convirtieron a carreros desdentados, como los supo llamar parte de la prensa, en el eje del mal, en aquellas épocas de gestión frenteprogresista. Sirvieron para explicar y justificar la violencia desde mayo de 2013 a esta parte, cuando el jefe de la banda, Claudio “Pájaro” Cantero moría acribillado en la puerta de un boliche en Villa Gobernador Gálvez. La Justicia no encontró culpables por ese crimen. Los Monos sí. Desde ese día son incontables la cantidad de muertos vinculados con aquella madrugada. La muerte se naturalizó. Los que ya morían en los barrios se murieron mucho más: los asesinatos eran impunes y las bandas seguían matando.
Hoy, Los Monos son los dueños de la teatralización del terror en los juzgados, pero también de la muerte verdadera en los barrios, aunque como bien quedó claro con la causa Alvarado no tienen el monopolio ni mucho menos. Las balas y las muertes son moneda corriente, sin que el Estado pueda anticipar ni una sola jugada. Si los monstruos fueron monstruos desde el día de su nacimiento, o el propio poder público los fue creando a fuerza de impunidad, poco importa. Hoy, un señor desde una cárcel federal de la provincia de Buenos Aires hace uso de su total impunidad y se declara por zoom, frente a jueces y fiscales, el dueño de las balas.