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El experimento de Stanford y el poder que tiene el entorno

Por Raúl Koffman.- A partir de la experiencia del psicólogo Philip Zimbardo, en 1971, surgen interrogantes sobre la conducta humana.


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En 1971, el psicólogo Philip Zimbardo, de la Universidad de Stanford, California, realizó un experimento (“Stanford Prision Experiment”) que generó grandes discusiones, por las connotaciones y derivaciones a las que dio lugar. Los 70 en Estados Unidos era la época de los hippies y del “haz el amor, no la guerra”. Tal fue su trascendencia que en 2001 en Alemania, a partir de este experimento y de un libro relacionado con él, se realizó una película llamada El Experimento en donde se recreó la temática.

En síntesis, en el experimento se eligieron a estudiantes universitarios voluntarios, sin signos de psicopatología alguna, para reproducir la vida carcelaria. Se eligieron a 24 estudiantes voluntarios, que fueron insertados en una cárcel simulada. Los voluntarios firmaron contratos con cláusulas bien especificadas, hasta la que incluía el retiro voluntario del experimento. Por azar, se repartieron las dos funciones: carceleros y reclusos. Paradójicamente, el objetivo no era el estudio de la conducta carcelaria, sino saber cómo reaccionan las personas ante situaciones nuevas.

Un experimento que estaba destinado a durar hasta 15 días explotó a las 48 horas y fue suspendido al sexto día. Literalmente porque “se les fue de las manos”, a los voluntarios y también a los organizadores.

Los voluntarios dejaron de sentirse voluntarios y actuaron como si fuese una cárcel real asumiendo las responsabilidades y conductas del rol adjudicado. Aparecieron conductas descalificatorias y represivas en los carceleros, que actuaron “en bloque”, convencidos de lo que estaban haciendo. Y los voluntarios devenidos en reclusos generaron reclamos coherentes que fueron desoídos, terminaron convertidos en objetos numerados (el Nº XXX) y con una fortísima sensación de desprotección e indefensión. La pérdida de la identidad y el anonimato, evaluaron a posteriori, contribuyó fuertemente a ello. ¿El diablo metió la cola, la sociedad hizo lo suyo o despertaron a la bestia que tenían dentro?

Las preguntas de siempre

Grande fue la sorpresa de los organizadores cuando se dieron cuenta de que hacían oídos sordos a los reclamos de los supuestos encarcelados por aliarse a las conductas y fundamentos de esas conductas de los supuestos carceleros. Y se dieron cuenta cuando el experimento fue observado por otros psicólogos externos al experimento. De allí surgen algunas preguntas:

1) ¿Es tan fuerte la influencia del entorno?; 2) ¿las características personales moldean al entorno tanto como el entorno a las personas?; 3) ¿pueden desarrollarse conductas sádicas sin ser una persona sádica?, 4) ¿cuántos enemigos son reales enemigos y cuántos fabricados (por uno mismo o por intereses de otros)?; 5) ¿cómo es que todos quedaron envueltos en justificaciones inaceptables?; 6) ¿cómo explicar que mientras los supuestos carceleros desarrollaban sus conductas sádicas (sobre todo de noche, cuando nadie los controlaba) nunca hicieron ninguna autocrítica y menos aún sentirse culpables?; 7) ¿no encuentra usted cierta semejanza con otros hechos ocurridos en la historia europea, sudamericana y en la nuestra? Le pregunto entonces: ¿sabe usted de qué es capaz? Porque todos los que intervinieron en el experimento terminaron igualmente asombrados.

Preguntas habría muchas más para formular, pero ¿las respuestas? Quizás si todo queda reducido al ámbito carcelario algunas preguntas sean de más fácil respuesta. Pero, ¿fuera de ese ámbito? Las cinco primeras preguntas y la última, lo exceden.

El poder del entorno

Si las preguntas se refieren al poder del entorno y de lo situacional sobre la conducta de las personas, el experimento lo demuestra con creces. El entorno es poderosísimo e invisible su funcionamiento; y parece que no hay personalidad que lo resista. Hoy, a más de 40 años del experimento, ¿concluiríamos lo mismo? Suponemos que no y preferimos suponer que no. ¿Los 40 años transcurridos más las experiencias históricas propias harían visible hoy lo originalmente invisible?

El entorno valida por repetición. Es lo que hoy llamamos “naturalizar”. Porque si es cierto que la normalidad es la norma, es relativamente fácil crear nuevos modelos de normalidad. Se comienza con su repetición y se continúa relativizando su gravedad a través de algún vocero autorizado, a través de alguien creíble que lo valida o que no lo invalida. Ejemplo: ¿existe la inseguridad o es una sensación? Existe esa sensación, pero no podría opacar nunca, la gravedad de la inseguridad real.

En el caso del experimento de Stanford, la descalificación en el medio carcelario era tan normal para los organizadores que cayeron en esa trampa. Era para ellos “natural” lo que veían que sucedía (en una escena armada) y que reproducía la norma en ese ámbito. ¿Increíble? El poder del entorno hace creíble cualquier cosa, ¿no cree?

¿Y el antídoto?

¿Hay algún antídoto contra el entorno? Hasta el momento sólo se conoce la “capacidad crítica” como vacuna posible. Otros lo llaman “leer entre líneas” lo que alguien escribe o dice. Los más desconfiados suponen que siempre hay algo que se oculta que desmiente a la norma. Otros proponen conocer otros modelos de normalidad para no caer en la trampa del “tenemos lo mejor”. ¿Recuerda el clásico Fahrenheit 451, de Ray Bradbury hecho película? El tema era el mismo.

Final no remunerativo

El entorno modela cuerpos y mentes, valida atrocidades endulzándolas. En torno nuestro hay cantidades de supuestos para ser validados o invalidados. Nuestra cotidianidad en su tiempo real no permite muchísimas veces ni tenerlas en cuenta. Es que estar atentos al poder del entorno requiere de mucho trabajo que no es remunerado. Es sólo trabajo intelectual, pero con efectos múltiples. No hacer este trabajo no es sin consecuencias. El experimento de Stanford nos alertó.

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