Por Alejandro Duchini
Cada vez que publica un ensayo, un cuento o una novela, Juan Villoro demuestra que es un crack de la palabra. Pero cuando escribe sobre fútbol lo que demuestra además es estar a la altura de los más grandes de la temática en español. Ahí andan: Villoro y Osvaldo Soriano y Roberto Fontanarrosa y Juan Sasturain y Eduardo Galeano. Por suerte, la lista sigue.
Con No fue penal. Una jugada en dos tiempos (Ediciones Gog y Magog), el mexicano Villoro nos pone ante un cuento largo o novela corta imposible de abandonar hasta su punto final. Pura magia: no todos los escritores logran hipnotizar a sus lectores. Villoro lo hace en las breves 100 páginas de un libro de formato pequeño. Una rareza que bien vale leer.
Futbolero desde siempre, Villoro nos pone ante la historia de dos amigos que un día dejan de hablarse y décadas después vuelven a encontrarse en la definición de un partido. El Tanque -ex futbolista, de los rústicos- es ahora un entrenador de poca monta contratado para salvar a un equipo del descenso. Valeriano Fuentes fue una estrella con un final prematuro por una lesión provocada por su amigo el Tanque; en el presente, Valeriano tiene a su cargo el VAR de ese partido. Ambos están pendientes del otro aunque no se hablen. A la vez que transcurre el partido, Villoro cuenta la historia de cada uno de ellos y desde ellos. Así, sin sacarnos del fútbol ni del partido, nos cuenta a su México -a veces pobre, ahora también violento- y nos refiere a la amistad, a los fracasos y a los amores perdidos o encontrados. La primera parte es para El Tanque; la segunda, para Valeriano.
El Tanque y Valeriano repasan sus vidas mientras rueda la pelota. Obsesionado con el empate que lo salva de perder la categoría, el Tanque pensará “no sé quién dijo que el empate es el triunfo de los cobardes. Obviamente era un mamón y no se había jugado el pellejo en el descenso”. Páginas después, Valeriano recordará sus tiempos de gloria en los que firmaba autógrafos y los periodistas lo destacaban como el gran futuro del fútbol mexicano: “Quería ser monaguillo y de pronto era Dios”, plantea.
Si el Tanque no puede llenar la heladera para darles yogures a sus hijos, Valeriano se las ingenia para seguir adelante dentro de sus limitaciones físicas e intelectuales: trabajar como árbitro a través de las pantallas le permite al menos comer. Pero lo mejor del relato está en el hecho de que con la segunda biografía (la de Valeriano), que es la mirada opuesta a la de el Tanque, uno como lector empieza a entender los hechos y, posiblemente, a tomar partido por uno u otro. Al mismo tiempo se comprende que no todo es lo que parece, que la vida -o las relaciones humanas, como prefieran- siempre tiene su lado B.
Lo que cruza la historia es también el amor: El Tanque estuvo enamorado de Lorenita, quien se casó con el bueno de Valeriano. “Regresé a mi pueblo, donde Lorenita no podía tener la vida que esperaba. Se había enamorado del líder de goleo que salía en todas las revistas y ahora estaba casada con un cojo que no cobró lo suficiente para retirarse bien. Lo mejor estaba por llegar…”, resigna Valeriano cuando el libro llega a su fin y el árbitro principal está a punto de cobrar penal en contra del equipo del Tanque. Ahí es cuando Valeriano entra en plenitud.
No fue penal. Una jugada en dos tiempos es una pequeña joya que se suma a otros dos grandes libros de Villoro: el genial Dios es redondo y Balón dividido. Ambos compuestos por ensayos y crónicas de fútbol. En los tres hay alusiones a la Argentina. Ya sea en el lenguaje, en lo periférico (las barras y su aliento) y los nombres de grandes como Diego Maradona o Gabriel Batistuta. Hay un cuarto trabajo de Villoro y el fútbol: Ida y vuelta se compone de e-mails intercambiados con Martín Caparrós a propósito del Mundial de Sudáfrica, en 2010.
Tal vez no importe si fue penal. Lo que importa es cómo Villoro nos relata todo junto -el partido y la vida de dos tipos- con una maestría increíble. El golazo acá es leer este libro.