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El hombre y sus circunstancias

“El renacido”, el film con más nominaciones a los Oscar, incluido el de Leonardo DiCaprio como mejor actor, consigue relevantes momentos épicos pero peca de excesos de espectacularidad a los que Alejandro González Iñárritu es tan afecto.

cineDe algún modo, el realizador de origen mexicano Alejandro González Iñárritu se las arregla esta vez con su varias veces premiada y favorita al Oscar El renacido para correrse de esa trampa autogestionada que se tiende una y otra vez, argumental y formalmente, y que dieron como resultado un cine vacuo y pretencioso. Tal vez su exitosa Amores perros, su debut, guardaba alguna instancia prometedora, pero poco después el mexicano sería arrastrado por el fárrago de más dinero, mejor producción, actores renombrados, resultados de haber sido tenido en cuenta por Hollywood. Se sabe, casi inexistentes fueron los directores que zafaron de ese sello modelador y disciplinador una vez que se les abrieron las puertas, y todos los que en esa fuente abrevaron –con multiplicidad de copias, estrenos mundiales simultáneos y el codiciado Oscar tintineando sobre sus cabezas–, más tarde o más temprano, asumieron su rol de agentes de propaganda político-ideológica con sus variables bien pensantes o de críticas inocuas, resignando cualquier viento libertario primerizo o la búsqueda de un camino por las diferencias o los interrogantes.

Sin embargo, en El renacido, si bien goza de las prerrogativas de presupuestos obscenos y de una distribución que no deja plaza importante del mundo sin tocar, hay algo del cine de aventuras, del western antiguo al modo clásico, de las vicisitudes del hombre viéndoselas con la todopoderosa naturaleza y con los demás hombres, sin distinción de piel –tan impiadosas son algunas tribus de indígenas con otras tribus como los blancos con ellas– que le permitieron orquestar un relato donde esas variables gozan de cierta autonomía, incluida la fotografía de Emmanuel Lubezki, acentuada por el uso intensivo del gran angular –un preciosismo transformado en toque de gracia como lo demostró en El árbol de la vida, de Terrence Malik– dando lugar a secuencias explícitamente vigorosas –el ataque del oso al protagonista, su salto al vacío montado en caballo o su cuerpo sucumbiendo en los rápidos son de las más elocuentes–, cercanas, si se quiere, al espíritu que campea en algunas novelas de Cormac McCarthy en cuanto a su llaneza y ausencia de artificios, y a la búsqueda de un hecho fundacional: la venganza, la inconmensurable energía provista por esa idea fija, capaz de hacer andar a los muertos –“ya he muerto otras veces”, resalta el vengador una vez que su presa está al alcance y él ha dejado de serlo–.

Tierras incógnitas todavía, la narración se ambienta en los albores del siglo XIX en las heladas regiones del Yukón aledaño a Alaska, zona donde las tribus bravías no se resignan a la presencia de los blancos, aunque ya norteamericanos y franceses aventureros intentaban avanzar sobre esos territorios para saquear todo lo que pudieran, sobre todo traficando pieles, que el mercado mundial cotizaba en alza.

Los tramperos y colectores de pieles, grupo rudo que integra Hugh Glass, el héroe de esta historia –basada libremente en una novela de Michael Punke, una ficción sobre el personaje real homónimo–, surfean sobre una suerte de legalidad de palabra empeñada; hay un capitán en esa expedición y todos obedecen sus directivas, todos menos uno, el que con su crimen hecha a andar la rueda existencial de Glass, a la sazón el crucificado que inventará su épica, y de la película toda.

Todo bien entonces con esta línea argumental, pero Glass tiene un hijo indio, producto del pasado cercano en el que vivió con la tribu a la que pertenecía la madre del muchacho y que fue diezmada por una masacre perpetrada por fuerzas del ejército; Glass y su hijo sobrevivieron pero, antes, el trampero mató al oficial que había ultimado a su mujer. Con esos estigmas carga Glass ante los ojos de sus compañeros de oficio, con su hijo indio –ya un muchacho dejando la adolescencia– y con haber liquidado a un militar del ejército. Y de esta cercanía con el universo indígena se toma González Iñárritu para dar rienda suelta a sus excesos –como bien pudo verse en la oscarizada Birdman–, con sus exaltados planos-secuencia –aunque aquí, es justo decirlo, consigue que algunos funcionen: la orgía sangrienta inicial cuando los tramperos son sorprendidos por un grupo de indios dispuestos a aniquilarlos, por ejemplo–, con esa práctica próxima al tiempo vuelto hacia atrás y hacia adelante, con algo de realismo mágico con el que tan a gusto parece sentirse.

En este caso todo eso tiene lugar a través de los sueños de Glass abandonado en esa planicie helada, con el cuerpo destrozado, con hambre y sed y su sueño de venganza latiendo. Pero ocurre que el director se regodea con este trance al punto de filtrar toda la acción a través de las iluminaciones oníricas, surgidas en una beatitud que busca conmover y en donde mixtura la simbología indígena con la cristiana y, hay que decirlo, lo verdaderamente conmovedor no podría estar nunca allí tratado de ese modo, sino en la propia hazaña de Glass al imponerse a las adversidades para sobrevivir; allí, en el recorte de esa épica pura y dura, reside el valor de El renacido, cuando prescinde de reflexiones y perfiles psicologistas.

Pero la espectacularidad es la marca en el orillo de Hollywood (el deshielo en el hemisferio norte hizo que parte del film se rodara en Ushuaia con el consiguiente aumento en los costos de producción) y es la sustancia innegable del cine de González Iñárritu, a la que guarda absoluta fidelidad.

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