Por: Ernesto Garratt/ Revista Anfibia
El escritor chileno-argentino Cristián Alarcón, premio Alfaguara 2022 por su novela El Tercer Paraíso, periodista, director de Anfibia, debuta como actor en el Teatro a Mil en Chile. El 2 de noviembre en la sala Lavarden de Rosario, se estrena Testosterona, una inclasificable obra dirigida por Lorena Vega -y con dramaturgia de ambos- que no solo se adentra en la “terapia de conversión” mediante inyecciones de testosterona a la que fue sometido el autor/actor siendo un niño de seis años para “curar” su homosexualidad.
Testosterona es mucho más. Dos escritorios móviles, sillas, una pared/pantalla donde se proyectan imágenes -dividida en 69 cajas móviles y un sidekick- y un performer -el actor Tomás de Jesús-, son la representación simbólica del jardín mental e imaginario de Alarcón: un terreno fértil donde crecen y brotan ideas, relatos, conocimiento enciclopédico y conexiones que en el transcurso de la obra se cruzan, se chocan, se desanudan y se cierran en un círculo perfecto del nuevo mundo que uno está por descubrir.
Autoficción con injertos de periodismo de investigación, crónica, performance. El hilo conductor de Testosterona es la potente voz -tanto la literaria como la real, sonora, con marcado acento porteño- de Alarcón. Un fluido de conciencia que nos narra sus aparentemente relatos aleatorios pero que, como pasa en El Tercer paraíso (la raíz de muchas ideas expuestas hoy en escena), se juntan como vagones de un tren que conduce hacia un mismo destino. Testosterona es la radiografía de una desconstrucción de la masculinidad, de lo binario, del acto de nombrar algo o a alguien cuando en realidad hay algo más indefinible y que queda fuera por uso y fuerza del lenguaje, de los hábitos, el prejuicio y del yerro humano.
Por ejemplo, cuando en escena Cristián Alarcón menciona que el origen del tomate es americano y cuyo nombre en lengua náhuatl es xictomatl. Lo que viene a continuación es una descripción de cómo la cultura dominante, en este caso el eurocentrismo del sueco Carl von Linné, renombró al xictimatl en latín como la especie Solanum lycopersicum.
Ese diálogo entre algo que es de una manera y luego es reconvertido hacia lo “aceptable” tiene que ver con el paisajismo que brota y crea desde las entrañas en escena Testosterona. Con esa fuerza de la naturaleza silvestre de únicas y múltiples ramificaciones, pero que luego por la fuerza social es controlada, podada y modificada.
Todo, para que se vea y se sienta oficial y correcta.
Todo, para que un niño de 6 años que sabe que es gay, se vea normal. Machito. Hombre. Como tiene que ser. Porque Dios así lo quiso, porque Dios también es hombre.
La imagen del mismo Cristian Alarcón de niño, en una foto del recuerdo con polera y look de “niñito-hombre” promedio proyectada en la pantalla tras de sí, es como ver un álbum de fotos acoplado a registros sonoros coleccionados por él mismo. Unos sonidos de llaves abriendo la puerta de calle (como el que que escuchó con pavor de niño), unos taconeos de su madre subiendo las escaleras (como los que sintió desesperado acercándose al dormitorio materno). Allí el pequeño Cristián, solo en casa por unas horas, se había colocado un vestido, se había amarrado la cintura y jugaba frente al espejo a que era una hermosa nenita. No el niño que todos querían ver.
Enfurecida, la madre buscó arrancarle el vestido de cuajo en una escena digna del slaptick del cine mudo y de acción de Buster Keaton. Pura comedia física, con correrías, objetos arrojados por la madre y esquivados con gracia por el niño de vestido. Todo el enredo terminó tiempo después con una santa solución: arriba del Ford Falcon paterno, con el niño en el asiento trasero con rumbo a lo que sería su reconversión masculina merced un brutal tratamiento de dos años con inyecciones de testosterona.
Había que arreglar eso porque tener un hijo gay era “el fin del mundo”. Que usara vestidos, aros y se creyera una niña era el Apocalipsis.
Pero no lo fue. Todo lo contrario. Fue el génesis de un nuevo y consistente viaje por nuevos territorios que Testosterona narra a través de datos, como el periplo de Alexander von Humboldt estudiando los volcanes de América. Gracias al relato, interpretación y performance de Alarcón, se convierten en acercamientos a la cultura latinoamericana y se transforman en parábolas de su propia búsqueda por una cartografía personal sin filtros, cómica, dramática: un mapeo honesto de sus pulsiones gay, de su masking masculino para ser aceptado socialmente y los efectos biológicos que produjo su obligada masculinización hormonal.
En esta experimentación poco a poco va agarrando importancia la figura del actor Tomás de Jesús: su rol parte de una especie de asistente/apuntador para transformarse en personajes vitales para la trama. Desde un Rodolfo Walsh con sobretodo y tacos a un bailarín de Caviar, pasando por la última novia de un hombre que está a punto de salir del closet. Alarcón y De Jesús representan, en estas y otras escenas, una parábola del amor y del rol de otros en nuestras historias. Todo eso que llamamos reciprocidad.
Como decía Tarantino, si lo que escribes no te da pudor, no lo escribas. Y la sana pérdida de vergüenza es parte de los atributos de esta pieza maestra de “periodismo performático” que también es ficción, es crónica y es muchas cosas a la vez. Es quizás prima hermana de lo inclasificable que realiza Benjamín Labatut en sus libros al juntar crónica, ficción y metafísica. Con Un verdor terrible y Maniac Labatut afronta sus relatos enciclopédicos sobre científicos clase A bajo un marketeado eurocentrismo tipo “Historia secreta de Chile” de Baradit pero para el primer mundo (y claro, mucho mejor escrito que Baradit). Ya el texto de Testosterona devuelve esa idea de conexión con Europa pero con un revés que nos hace mirarnos de nuevo con nuestra condición continental amerindia, morena, latina, híbrida, cola, gay, intersex, hetero.
Testosterona nos devuelve a la realidad morena, latina, callejera, peligrosa de un continente donde el propio Cristian en sus años de auto-descubrimiento en Buenos Aires fue atado, acuchillado y robado por dos hermanos que conoció en una disco gay, pensando que iba a tener la mejor noche marica de su vida con esos cuerpos juntos en una sola velada.
Es tan rica la estrategia y entrega de ideas e información de la obra que de hecho, uno de los datos que más resuenan en la investigación periodística performatizada (hay entrevistas a especialistas que podemos escuchar en escena) es que las inyecciones de testosterona inhiben el llanto. Su medicación es para distintos usos: para que los heteros seniors puedan tener sexo, para que personas trans transiten y para más usos. Pero en todos el efecto es el mismo.
No hay más llanto.
Claro, uno puede emocionarse y quizás llorar con esta tan original puesta en escena que habla y se ve y oye sobre una transformación obligada, abuso de poder, injusticia. Pero estamos lejos de una victimización. Testosterona se aleja de ese yoísmo despreciable para usar el buen periodismo narrativo y la mejor literatura para convertirse en algo tan nuevo y distinto que mezcla lo mejor de muchos mundos. En una nueva idea, algo tan sabroso y nuevo como un tomate para los invasores europeos, que una nomenclatura en latín no sería capaz ni de definir ni contener todo lo que significa.
Testosterona es multisensorial, como la percepción TDAH de la película oscarizada Todos en todas partes al mismo tiempo, que se va por las ramas pero siempre vuelve a la raíz. Es una película que me recuerda mucho este “desorden ordenado” y que por lo demás tiene un co-director, Daniel Kwan, que salió del closet de la salud mental y admitió que gracias a su condición neurodiversa (TDAH) había podido pensar fuera de la caja para rodar su obra maestra.
Testosterona es una pieza que aún me resuena tras un día de haberla visto. No me suelta. Después de finalizada la función hubo preguntas del público. Cristián volvió al escenario a charlar con su audiencia. Ya no está con pantalones. Viste una falda.
―Esta no me la quita nadie―, dice feliz.
Después de casi una hora de diálogos con un ávido público, Irina Karamaros, apostada entre las butacas, hace la última pregunta al hombre que acaba de perder su pudor frente a nosotros, que nunca llora y que empezó su nuevo jardín (de vida y creativo) después de que todos le dijeran que ser gay era el fin del mundo.
―¿Has podido llorar?
―Solo cada vez que se apagan las luces de la obra.
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