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«El laberinto» y «Atrapada», las destacadas

ANUARIO 2011. La última película de John Carpenter, "Atrapada"; y "Laberinto", de John Cameron Mitchell con el protagónico de Nicole Kidman, ehcaron un poco de aire fresco a la producción cinematográfica de este año. Por Juan Aguzzi.

De la serie de títulos estrenados comercialmente durante 2011, hubo un par que echaron un poco de aire fresco a la alicaída producción norteamericana, a su falta de ideas genuinas y a su poca capacidad de imaginar nuevas variables para los géneros, algo para lo que parecía haberse preparado durante toda su existencia. No casualmente esos dos films llevan la firma de realizadores surgidos del campo independiente, no tan ligados a la estructura de la industria aunque para estas películas hayan tenido distribución de subsidiarias de las majors. Uno de ellos es “Atrapada”, el último opus de uno de los pesos pesados del fantástico y el terror psicológico, John Carpenter, que en su regreso luego de diez años de su último título volvió a sorprender con una historia perfectamente diseñada en su argumento y en su resolución fílmica con la que consigue “atrapar” desde el primer fotograma, un thriller que no da respiro al espectador hasta la última línea de los créditos finales. El otro es “Laberinto”, film de John Cameron Mitchell, quien ya había hecho dos obras poderosas con espíritu indómito trabajando temas como la soledad, la angustia y la identidad sexual desde un lugar poco frecuentado. “El Laberinto” tiene un guión más clásico y una estrella en su cast, Nicole Kidman, que juega su personaje componiendo un personaje con aristas riesgosas. Ahora editadas en DVD, son dos films que seguramente podrán matizar alguna tarde tórrida cuando el termómetro trepe los 40 grados.

El dolor que no puede medirse. John Cameron Mitchell ensaya en “El laberinto”, primer film de corte industrial aunque con fuerte sello de autor, un nuevo tratado sobre “sus” temas, esta vez la desesperación sin fin que provoca la muerte de un hijo. 

Como suele suceder en el universo del cine, de los directores más precisamente, algunos realizadores que debutan con obras de marcado tinte iconoclasta, al cabo de un par de films en esa línea, suelen volcarse a otros menesteres más estandarizados de su actividad; los hay europeos y norteamericanos, asiáticos y hasta de espacios más emergentes como el latinoamericano o el medioriental; en estos últimos casos, los directores suelen ser tentados por las mieles de la que continúa siendo la gran industria de la producción audiovisual –la mayoría de las veces dejando de lado sus aspiraciones e inquietudes iniciales–, una industria que predigiere la obra para dejarla lo más parecida a un producto comercial. Es que pese a que Europa intenta disputarle mercados con sus producciones a gran escala, Estados Unidos afianzó su managment y continúa imponiendo su política de hacer cine, por lo que sus films deben hacerse cada vez más masivos.

Pero qué ocurre con los mismos realizadores norteamericanos a los que una gran productora o estudio llama a su puerta luego de haberlos ignorado: los hay que se arrodillan bendiciendo esa suerte y otros que acceden sólo si pueden reservarse la orientación y un discurso que no traicione sus convicciones. Este último caso parece ser el de John Cameron Mitchell, quien luego de Hedwig & The Angry Inch y Shortbus, dos películas fuertemente impregnadas de sexo explícito y angustias, cóctel espinoso para la mass-media de su país de origen, desenvaina El laberinto, un relato que hurga hasta el paroxismo en un drama insoluble con recursos formales y estéticos un tanto convencionales pero ajustados a una propuesta que, en otras manos, seguramente resultaría algo típicamente lacrimógeno destinado a herir la sensibilidad y con una respuesta única –y, digerida– acerca de cómo debe comportarse cualquiera ante algo inexplicable que daña en lo más hondo.

En efecto, la pareja conformada por Howie y Becca pierde a su hijo de cuatro años en un accidente al inicio del relato; luego del primer socavón anímico, ambos parecen entrar en una dinámica doméstica y laboral que los sitúa en una esfera un tanto aparte del frente de tormenta que llegó para quedarse. Pero eso sólo es un primer momento, un efecto inmediato, se diría casi inconsciente, como tantear para ver de dónde agarrarse. Un poco después el vacío se abre a sus pies y ya sus pasos no tienen dirección segura; el desaliento, los recuerdos en carne viva, la fatalidad de la ausencia atraviesan la relación entre Howie y Becca hasta tornarla algo extraño, algo que sucede más allá de la intención de cada uno.

Basada en una obra teatral de David Lindsay-Abaire, con la que consiguió un Pulitzer, El laberinto constituye para Mitchell un ejercicio de suficiencia para llevar adelante un drama estilizado donde el acento recae en los dos protagonistas, en cómo desarrollan sus caracteres y en cómo abordan los parlamentos para que nada se corra de lugar bajo la amenaza latente de un tono emotivo más alto que terminaría por arruinarlo todo. Y Mitchell sale más que airoso de este “desafío”, manteniendo un pulso de hierro con escenas de justo timing, con un montaje dinámico pese a que las acciones son siempre de cuerdas íntimas y, justo es marcarlo, con una intensa labor de Nicole Kidman y Aaron Eckhard, que hacen crecer sus personajes en la misma modalidad que adopta el relato, es decir consustanciados con la forma adoptada, con el sufrimiento cosido a la piel y abriendo una brecha insondable para cualquier proyecto común. Es que, se afana en demostrar El laberinto, hay que inventar un futuro porque el presente es puro abismo. En ese trance y vaya a saber por qué pulsión, Becca se acercará al adolescente que acabó con la vida de su pequeño y en los antípodas de lo que aconseja la convención (léase ira, impotencia) establece con él una relación de sostén mutuo –las escenas en un banco de parque en la que conversan como pueden de lo que ocurrió son un hallazgo–. También Becca, más hierática, decide tomar distancia y va descartando todo aquello que perteneció a su hijo; abandona prontamente el grupo de autoayuda cuando las justificaciones sobre la gratuidad de esas muertes adquieren un matiz religioso, y no acepta condescendencias de ningún tipo, ni de su madre, ni de su hermana, ahora embarazada, y se mantiene en su deambular reflexivo y azorado.

Howie en cambio se mortifica en dos líneas paralelas pero igualmente insidiosas: observa recurrentemente las imágenes de su celular donde permanecen grabadas las imágenes de ellos junto al hijo y espía los espacios por donde el niño anduvo, y al mismo tiempo intenta un acercamiento afectivo a Becca y hasta fantasea con la idea de otro hijo. En esta distancia entre ambos, y en finalmente aceptarla como continuidad del dolor inicial hasta que algo diferente –que los protagonistas no imaginan– suceda, se encuentra el rasgo de autor de Mitchell, a fin de cuentas ducho en estos menesteres como lo prueban sus dos opus anteriores: dolor incomprensible, soledad, relaciones imposibles. El plano final con una cámara que se aleja mientras Becca y Howie ya ni piensan cómo seguir porque todos los intentos de “acomodar” la situación fueron vanos, y porque accedieron a dejarse estar allí tomándose delicadamente de las manos, muestra hasta dónde Mitchell sigue armando su propio tratado del dolor, aun en una producción pensada para un público mucho más amplio que al que se dirigía su cine anterior.

 

Mujer al límite y sin salida. En “Atrapada”, John Carpenter exhibe una orfebrería de recursos genuinos que lo vuelven a situar como un artesano del cine de género para una historia que combina el drama psicológico, el thriller y el terror

A diez años de Fantasmas de Marte, su anteúltimo título, John Carpenter vuelve con Atrapada, un nuevo tour de force en un envase
de thriller de terror que levanta con creces el ala caída que el maestro norteamericano había mostrado en su relato interplanetario
anterior.
Aquí, en cambio, desde los créditos iniciales –de una contundente y exquisita factura en donde fotos fijas sobre hechos de tortura o tratamientos psiquiátricos antiguos y modernos son sepultadas por vidrios haciéndose añicos en mil pedazos configurando una sensación de quiebre irreversible–, el relato surge con una fuerza arrolladora y fuera de unas pocas escenas “de más”, una orfebrería digna de un magnífico tallador sostiene la tensión a pura fibra cinematográfica. Carpenter, artesano mayor del género terror, continúa sin reemplazar por efectos especiales todo aquello que la puesta en escena descarnada, la maravillosa y condensada música, y hasta los
furibundos encuadres, puedan lograr. En paralelo al tiempo de acción del relato, los años sesenta, Atrapada pone de manifiesto una forma de hacer cine, un método donde la sustancia de las escenas se debe a los planos elegidos –la cámara pegada a los rostros en detalles de alta dramaticidad–, a los movimientos de cámara –permanentes y vertiginosos–, a esos actores poco conocidos pero que funcionan en automático como impulsados por una fuerza desconocida, tal vez la misma que los condiciona en el corazón del relato que  protagonizan.
Esta vez Carpenter eligió un neuropsiquiátrico de arquitectura –si cabe juntar los adjetivos–, sombríamente gótica como ámbito
para el desarrollo de la historia de una joven que allí es confinada y de la que se ignora el pasado y las causas de su reclusión,
a no ser por su inicial acción piromaníaca.
Emparentada por la cercanía temporal, la elección del tema y hasta por el acento puesto en la institución psiquiátrica, en su
función de vigilar y castigar, con La isla siniestra (2010), el último título de Martin Scorsese, Atrapada, sin embargo, puede verse más cerca de Shock corridor, aquella inquietante visión de Sam Fuller de un “atrapado” en un psiquiátrico entre personajes de personalidad múltiple, mujeres acosadoras y electroshocks; en todo caso, en Atrapada y en el film de Fuller, el estilo del relato se apoya en la denuncia y en un tono marcadamente claustrofóbico, a diferencia del film de Scorsese, más ambiguo, donde hay un juego permanente sobre
quién está a uno u otro lado del encierro.
Kristen, la heroína de Atrapada, al igual que el personaje de Shock corridor cuando descubre en lo que se metió, dice no estar loca y preguntará hasta el final por qué la tienen allí. Y será justamente esa pregunta y su endiablada decisión de escapar a toda costa el leit motiv que atraviesa una historia –en una línea porosa y urticante porque siempre está a punto de conseguirlo–, cargada de misterio e intriga.
La chica compartirá un espacio con otras internas, tan jóvenes como ella y cada una con un trauma particular y que, cerca de develarse
algunos incidentes de la trama, jugarán un rol fundamental en el conjunto del relato. También el personal del psiquiátrico funciona en una sincronía que fuerza siempre el lugar común y lo sitúa en el verosími que Carpenter propone como férreo pacto con el espectador. Allí está el director médico, del que se sospecha que guarda un terrible secreto y que es capaz de lo impensable, como que es quien guarda la cordura y la autoridad en un sitio como ése; los enfermeros, moviéndose en una ambigüedad que los hace confiables o no según las circunstancias, y por último la horrenda criatura cuya materialidad tiene un origen incierto: refleja tanto una disfunción cerebral
como el fantasma de una víctima de flagelos innombrables.
Con toda esta textura argumental y en una fusión que combina las torturas físicas y psicológicas, el thriller, el horror y hasta breves instancias de distensión y humor negro, Carpenter tiene intacto y ejerce el poder de perturbar y desafiar al espectador a un viaje de paradero desconocido, durante el que seguramente permanecerá «atrapado».

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