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El Markito de Temperley, el pícaro y lleno de potrero

Amaga hacia la derecha, vuelve y se hamaca hacia la izquierda. Marco hipnotiza con el pique, es su arma de seducción justo cuando prepara el ataque final, en el que en una fracción de segundo decidirá si salta para detonar la bomba, si rompe para atacar el aro o se suspende hacia atrás para tirar como patentó un tal Jordan cuando él no había nacido. Son él, la pelota y el aro. El rival no existe, es sólo algo en el camino.

Giordano es pura intuición, esencia de potrero, esa picardía e ingenuidad que la Liga no pudo quitarle como les hizo a otros. Es el pibe que salía de la pileta para tirar al aro en el viejo Morosano con 40 grados a la sombra, el que jugaba picados con sus amigos y los dejaba en ridículo como les pasó a sus recientes rivales olímpicos. Eso sí, sin bromas, sin cargadas, bancándose uno que otro golpe, porque en el básquet callejero, el talento duele. Pero el amor por jugar siempre puede más.

Era un pibe y ya era leyenda en las canchas rosarinas. Chiquito, flaquito, escurridizo, una máquina de anotar y de hacer jugar, porque potenciaba a sus compañeros, a esos que ganaron y ganaron a nivel local, provincial y una épica final nacional. Llenaban canchas a los 14 años, claro que restringido al público del básquet, porque las cadenas nacionales que hoy lo descubren nunca se hubieran acercado a una cancha de barrio en la Rosarina.

La sonrisa siempre está a flor de piel, en la cancha y fuera de ella, obligado a crecer de golpe cuando decidió apostar con 15 años a vivir y jugar en Corrientes, pero con una familia numerosa dispuesta a estar siempre cerca, porque no son sólo mamá y papá los que acompañan, son su hermano, tíos, abuelos y toda la banda de Temperley. Imposible no quererlo, no admirarlo, no disfrutarlo. Marco Giordano es una joya del básquet, del 3×3, del 5×5 y de lo que sea. Simplemente porque cuando decide sacarla a bailar, son la pelota y él. Por eso, la pelota a Marco, que nada puede salir mal.

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