Siegfried Kracauer escribió en 1927 que “el contenido fundamental de una época y sus impulsos inadvertidos se iluminan recíprocamente”. Desde esa relación de mutua luminosidad, el autor próximo a la Escuela de Frankfurt dio continuidad a la tradición alemana de fines del siglo XIX y principios del XX, ligada con la lectura interpretativa de algunos aspectos que constituyen la realidad social. Si hay algo que el intelectual alemán pudo percibir es que las minúsculas formas sociales se iban construyendo cada vez más en torno a su composición como elementos estéticos: los viajes, los bailes, los momentos de ocio, las esperas en el hall de un hotel, en fin, aquellas instantáneas que constituyeron la piel de lo moderno y que hoy, sospechamos, se han ido transfigurando.
Cuentan que cuando en 1793 una parte del Palacio Real del Louvre se convirtió en museo hubo que recurrir a la colocación de carteles anunciando que en ese espacio no se podía comer, ni correr, ni mucho menos tocar las obras exhibidas. El desarrollo de un campo de producción cultural determinado, ligado a la creciente autonomía de la obra y el artista con respecto a pretéritas coacciones sociales, fue configurando las formas de habitar los espacios de exhibición. Hoy, más de doscientos años después, es difícil comprender que a la gente se le ocurra almorzar dentro de un museo.
El interrogante que guía este texto tiene que ver con pensar cómo se resignifica la relación entre el museo y su público en el marco del desarrollo de la denominada sociedad mediatizada. Cuando se define a este tipo de sociedades se tiende a pensar diversos hechos particulares que suelen ser enmarcados en procesos mediáticos. Haciendo referencia, fundamentalmente, a cierta construcción de lo noticiable, de lo visible, de la conformación de una agenda. Cuando los medios ponen su foco sobre un tema determinado se dice que el tema en cuestión ha sido “mediatizado”. Esta definición, más ligada con el sentido común, tiende a establecer una relación metonímica con el escenario actual y muestra una perspectiva unidimensional de cuestiones que muchas veces presentan matices caleidoscópicos. Podríamos tomar como operativa (sólo para continuar) la definición que concibe a la mediatización como la relación entre las condiciones mediáticas y las condiciones sociales que se inscriben en un contexto altamente desarrollado de dispositivos tecnológicos ligados con la comunicación. Las condiciones sociales y las mediáticas actualmente se han ido fundiendo hasta llegar a ser casi impensables como entidades separadas. Las tecnologías digitales con base en internet instalan, cada vez más profundamente, la necesidad de pensar las prácticas sociales en términos de mediatizaciones.
El museo mismo es pensado como un componente que mediatiza conocimiento. Basado en la centralidad de la vista como sentido dominante, la idea elemental está en referir a una historia más amplia a través de la comprobación indicial de la existencia de un referente al cual, como sujetos potenciales de conocimiento, debemos acceder a través de su cercanía visible. Douglas Crimp afirmó que el museo responde a una epistemología arqueológica, desde donde conocemos a través del acceso a piezas originales, –sea una obra de arte, un objeto perteneciente a un personaje histórico o un animal embalsamado– y estas piezas remiten a procesos más amplios, obedeciendo a un tipo particular de ordenamiento y exposición.
El museo como institución, a su vez, va a expresar ordenamientos más amplios de la formación del Estado-Nación moderno y tiene su réplica en desarrollos arquitectónicos intramuros como las cárceles, los psiquiátricos, las escuelas o los hospitales. También, de forma similar a este tipo de organismos, dejó huellas históricas que toman una tonalidad atemporal y paradójica; como la creación de la Oficina Internacional de Museos en 1918 y el Consejo Internacional de Museos en 1945, fechas entre las cuales se desplegaron quizás los dos proyectos artísticos que más pusieron en crisis la idea de institución arte: el dadaísmo y el surrealismo.
Justamente, el anhelo vanguardista de llevar el arte a la vida, lo vislumbramos –desde una hendija muy pequeña– en la recuperación estética que realizan los sistemas mediáticos. A su vez, los museos toman algunas características de los medios para poner en marcha sus elementos seductores. De hecho, el investigador británico Roger Silverstone plantea que los museos son, en algunos aspectos, muy semejantes a otros medios de carácter masivo. Buscan ofrecer un contrato pedagógico a través de entretener, informar, argumentar, construir una agenda determinada, traduciendo lo que de otra manera sería infrecuente e inaccesible a términos conocidos e inteligibles. Y, tal como lo presentan los medios de comunicación, en la construcción de sus recorridos, textos, montajes y dispositivos, plantean también una perspectiva atravesada por lo ideológico.
A su vez, en el marco de la creciente mediatización de los discursos, se complejizan y transforman las prácticas, aun aquellas que Kracauer describía como “impulsos inadvertidos”. El recorrido del museo se fue resignificando a partir de los recursos dados por la intertextualidad, multimedialidad e interactividad de los formatos digitales. Hoy existen museos virtuales que no tienen sede real, sino que son proyectos existentes sólo en la web. También los museos tradicionales cuentan con extensiones digitales como páginas web, redes sociales, microbloggings o canales de videos. Muchos tratan de recuperar, incluso, las guías, construyendo recorridos virtuales, como si estuviéramos caminando dentro de la institución. Esta ruptura no sólo implica una transformación profunda en lo referido a las visitas y los recorridos, sino además una redefinición del marco comunicativo entre los museos y su público.
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