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El niño Astor y los buenos muchachos de Nueva York

El autor recorre la infancia del creador de "libertango" en una turbulenta ciudad de Nueva York, su debut cinematográfico y musical junto a Carlos Gardel y su regreso a Buenos Aires hasta su consagración con un concierto acompañado por 50 músicos en el Teatro Colón

Por:  Ricardo Ragendorfer

Ya de por sí resultaba pintoresco que un melodrama tanguero –El día que me quieras, la última película con Carlos Gardel– fuera dirigido, a fines de 1934, en un estudio de Nueva York por un realizador austríaco.

Éste era John Reinhardt, quien se permitió una audacia: grabar el canto en vivo, sin incurrir en el doblaje durante la posproducción. De modo que en la escena donde muere la heroína –interpretada por la estrella mexicana Rosita Moreno–, el “Zorzal” deslumbró con «Sus ojos se cerraron». Al terminar, el set quedó en silencio, la clase de silencio que solamente puede causar el asombro, recién entonces los presentes estallaron en un prolongado aplauso.

Allí, al costado de una parrilla de luces, había un chico de 13 años. En un cameo había actuado de canillita. Su nombre: Astor Piazzolla.

Era el hijo de Vicente y Asunta, un matrimonio marplatense afincado en aquella ciudad.
Su lazo con Gardel fue otro inmigrante, Terig Tucci, por su carácter de arreglador musical del filme y maestro de bandoneón del muchachito.

El pequeño Piazzola le había caído en gracia a Gardel por tres razones: le hacía de traductor (él no hablaba ni una palabra en inglés), le resultaba útil para salir de compras ya que conocía la Gran Manzana al dedillo, pero sobre todo porque apreciaba su entusiasmo por el fuelle.

De hecho, una vez le soltó:

– Vas a ser algo grande, pibe. Pero el tango lo tocás como un gallego.
– El tango todavía no lo entiendo –contestó Astor, con un dejo de pudor.
El cantor, entonces, le regaló su sonrisa ladeada, al decir:
– Cuando lo entiendas no lo vas a dejar.

Al concluir el rodaje hubo un asado de despedida. En la ocasión, Gardel amenizó la velada con algunos temas de su repertorio. Astor lo acompañaba con el bandoneón. ¡Pavada de debut en el género!

Al cabo de una semana, Gardel y su guitarrista, Alfredo Le Pera, citaron al papá de Astor por una propuesta: sumarlo a su gira latinoamericana.

Vicente, con todo el dolor del alma, se negó. Esa desilusión terminó por ser para su hijo un obsequio del destino: días después el avión que llevaba a Gardel y sus músicos se estrelló en Medellín.

La funesta noticia se la dio el patrón de su padre, Nicola Scabutiello, un siciliano que poseía una barbería sobre la calle Lafayette, en pleno Lower East Side, la zona pobre de Manhattan. Entonces desplegó ante sus ojos la tapa del Brooklyn Daily Eagle con una foto de los restos chamuscado de la nave.

En aquel instante, como para disimular su pesadumbre, Vicente afeitaba a un cliente sin decir palabra alguna

Más allá de tamaña contingencia, ese hombre se consideraba afortunado simplemente por tener un trabajo.

La vida en Nueva York

Por entonces, la vida en los Estados Unidos oscilaba entre la depresión económica –provocada por la calamitosa caída de Wall Street, en octubre de 1929– y el New Deal impulsado a partir de 1933 por el presidente Franklin D. Roosevelt, que consistió en direccionar el gasto público hacia programas de ayuda, inversiones en infraestructura y medidas para mover el consumo.

En ese mismo lapso, Nueva York se vio sacudida por la llamada “guerra castellammarese” entre las cinco familias de la mafia siciliana que controlaban los negocios ilegales en aquella ciudad.

Es en tal contexto cuando emergió la señera figura de Lucky Luciano. Primero –en complicidad con Salvatore Maranzano (jefe del clan homónimo) ordenó la ejecución de Joe Masseria, quien detentaba la máxima autoridad de aquel pentágono del crimen organizado, y después también se cargó a éste, por tomarse demasiado al pie de la letra su papel de capo di tutti i capi.

Así, Luciano quedó al frente de la estructura de Masseria, en sociedad con su amigo, el gangster judío Meyer Lansky. Y al imperio del otro finado se lo repartieron sus cinco jóvenes aliados: Vito Genovese y Frank Costello (del clan Genovese); Joseph “Joe Bananas” Bonanno (del clan Bonanno). Tommy Lucchese (del clan Lucchese) y Albert Anastasia (del clan Anastasia).

Cabe resaltar que este último era dueño de tres billares clandestinos que justamente regenteaba Scabutiello, el empleador del padre de Astor.

El Don se dejaba caer cada semana en la peluquería de Nicola para que le emparejen el cabello. Vicente era el encargado de tan delicada tarea.

Con idéntica finalidad solía acudir allí su lugarteniente, Carlo Gambino. También Vicente le cortaba el pelo.

Hubo una vez en que Gambino quedó embelesado por el virtuosismo musical del chico, quien ensayaba en el sótano del local. Un detalle: aquel tipo era un melómano empedernido, al punto de colocar bajo su protección, años más tarde, nada menos que a Frank Sinatra.

Pandillas de Nueva York

Los Piazzolla habitaban un pequeño apartamento de Manhattan, situado en el número 8 de Saint Mark’s Place, del East Village, un barrio poblado por judíos e italianos, cerca de Little Italy. Una zona –diríase– intensa.

Astor alternaba allí la música con la vida callejera. Vecino del salón de los Wasserman, un matrimonio judío que explotaba un garito donde, además había bebidas alcohólicas –en plena Ley Seca–, él efectuaba allí apuestas por cuenta de los clientes a cambio de propinas.

Tampoco se privó de integrar un gang (pandilla) de pibes italianos, cuyo principal pasatiempo era pelearse con banditas rivales. Y a pesar de su esmirriada contextura, él era muy de ir al frente.

Al respecto tenía una ventaja: antes de cumplir los 11 años, Vicente lo había anotado en un gimnasio para practicar boxeo con el propósito de que se tenga confianza en el aspecto físico, debido a que una malformación congénita en una pierna que le causaba una leve renguera. ¡Vaya si eso surtió efecto! Ya en edad precoz, Astor se convirtió en un diestro peleador. Tanto es así que sus compañeros de correrías lo llamaban, por su pegada, “el Zurdo”.

Una vez tuvieron la loca idea de intentar el mejicaneo de algunas cajas con licores en un depósito de la mafia polaca. Dos de ellos fueron brutalmente castigados. En otra oportunidad el propio Astor fue atacado por una patota de calabreses. Su padre tuvo que recurrir a Scabutiello; éste, a su vez, a Gambino, quien echó a circular un mensaje de solo ocho palabras: “No toquen nunca más al hijo de Piazzolla”. Astor jamás volvió a ser molestado.

Gambino, a cambio, solo exigió que el chico no abandonara sus clases de bandoneón. De modo que siguió acudiendo a lo del maestro Tucci.

Entre los adultos el clima también se fue caldeando.

A principios de 1936, Scabutiello le pidió a Vicente un favor que a éste le fue imposible eludir: cursar una “advertencia” a otro barbero que acababa de instalar su salón a solo una calle del suyo. Algo inadmisible. Ese aviso fue reforzado, ya sin intervención de Papá Piazzolla, con un bombazo que redujo aquel sitio a escombros.

Scabutiello no demoró en extender su negocio con una sucursal sobre la Séptima Avenida, y la puso a cargo de Vicente. La tranquilidad de dicha zona –que contrastaba con las turbulencias del Lower East Side– fue para él como una bocanada de aire fresco.

La vuelta a Buenos Aires

Al tiempo los Piazzolla retornaron a la Argentina y se establecieron en Buenos Aires.

Allí, Astor dio el gran salto al integrarse a la orquesta de Aníbal Troilo. Desde ese momento –tenía 19 años– su camino hacia la gloria fue imparable.

Mucho tiempo después, ya consagrado, hipnotizaba al público con el fuelle, acompañado por su orquesta de cuerdas, cuyo cantor era Jorge Sobral. Por entonces solía ofrecer su composición Tres minutos con la realidad, una síntesis entre el tango y la música de Béla Bartók. Era la primavera de 1957.

«Tres minutos con la realidad» por Ástor PIazzolla

Tal vez, en la tarde del 26 de octubre, el título de ese tema adquiriera un nuevo significado para él al toparse en un kiosco, de soslayo, con una noticia que le quitó el aliento: “Venganza en la Cosa Nostra de Nueva York”.

Dicha frase ocupaba el ancho de la portada del diario La Razón, sobre la borrosa foto de un rostro que le resultó familiar.
La bajada resumía: “El jerarca mafioso Albert Anastasia fue asesinado a balazos en una barbería de la Séptima Avenida por orden de Carlo Gambino, quien lo sucedió en el cargo”. El pasado siempre vuelve. Y no por única vez.

Al cabo de tres lustros ocurrió el desembarco de Piazzolla en el Teatro Colón con su Concierto de nácar. Había que verlo enfundado en un frac, al frente de una orquesta filarmónica de 50 músicos.

Concierto en el Teatro Colón

Por aquella época se estrenaba en Buenos Aires la película El Padrino (The Godfather), de Francis Ford Coppola. Tal vez Piazzolla haya ido a verla antes o después de su gala en el primer coliseo porteño.

De ser así, es posible que haya caído en la cuenta de que el personaje principal, Vito Corleone, estaba inspirado en la figura de Gambino. Y hasta con un detalle premonitorio: el mafioso de ficción, ya anciano, fallecía por un infarto, al igual que el mafioso de carne y hueso. Solo que éste dejó de existir cuatro años después de finalizar el rodaje. La vida (o en este caso, la muerte) a veces imita al arte.

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